martes, 26 de noviembre de 2013

Como una cabra

Llevábamos menos de una semana en la anterior granja, la de las cabras, en el Norte de Israel, cuando los dueños nos invitaron a hacerle una visita a un beduino cuya hija se había casado la víspera y ellos no habían podido asistir a la fiesta.

En la camioneta llevábamos una cabra joven como regalo de bodas, ella balaba frenéticamente y sus olores ambientaban el momento en el que me sentía como un niño en el asiento trasero, donde íbamos con Camila y Kathi, acompañando a los adultos a hacer una visita protocolaria. La ocasión no me causaba mayor excitación pero era una oportunidad para salir de la granja.

Al llegar, ya anocheciendo, Amnon saludó y dijo algo en árabe, bajó la cabra del carro y se la entregó al muchacho que estaba atendiendo a otras de su misma especie. Este la recibió con una sonrisa generosa, la tomó por la oreja y la dejó en un corral con sus nuevas compañeras.

Nos acercamos a una construcción que más que una casa parecía una carpa con unos muros bajitos. Afuera de lo que se veía como una sala, había varios asientos como de escuela, donde nos sentamos en compañía del beduino. Él sólo hablaba árabe y algo de hebreo y por ello intercambiábamos señas y gestos para saludar y agradecer la hospitalidad que sólo estaba empezando.

Amnon y Daliah conversaban con él en árabe y nosotros hablábamos en inglés con Kathi, la alemana que también era voluntaria. Luego, el anfitrión entró a la sala y sacó, en una mano, una jarra que sujetaba por un mango recto de madera que estaba incrustado en la parte alta de esta y en la otra, un pocillo con el asa rota. Sirvió un chorrito para Amnon quien luego de batirlo un poco se lo tomó de un tirón. Luego pasó donde Daliah y mientras tanto, olvidando que los musulmanes no beben, yo pregunté si era alcohol para abstenerme en caso afirmativo y Amnon movió su cabeza de un lado a otro en señal de negación, con cierta cara de obviedad.

El pocillo pasó por todos con la imponente figura del beduino que, con sus más de 1.90 metros de estatura, parecía revisando que uno se tomara la ración. Era un sorbo de café muy concentrado que había sido preparado en el mismo recipiente por muchos años. Amnon nos explicó que la jarra nunca se lava desde que la pareja se forma; fue muy bonito tomar un café que lleva historia en su olor, en su color y en su sabor y que se apodera por un rato de buena parte de los sentidos.

En ese momento empecé a sentir cierta inquietud porque definitivamente el ambiente y la situación eran novedosos para mí pero no me imaginaba que esta experiencia se iba a convertir en uno de los momentos más intensos del viaje y en un recuerdo que difícilmente se borrará de mi memoria.

De hecho, el ambiente empezó a enrarecerse y pude percibir que algo similar a un acto violento estaba por ocurrir. Posiblemente por mi procedencia, en esas situaciones temo que la animosidad vaya en mi contra o de los que amo (Camila) y por ello sentí cierto miedo.

Volvimos a conversar y fuimos interrumpidos por los gritos y lloriqueos desesperados de una cabra adulta que venía jalada de la oreja por el mismo muchacho que recibió la de regalo. La acercaron a la puerta de la cocina que quedaba en la misma plancha de concreto donde estábamos pero a unos diez metros y entre los dos, el beduino y su hijo, acostaron hábilmente al animal para que el jefe de la familia, con un afilado cuchillo cortara el cuello y así dejáramos de escuchar la alharaca.

Mis cuatro acompañantes no quisieron ver lo que estaba ocurriendo y Daliah advirtió que esto nunca les había pasado y posiblemente era, en parte, en honor a nosotros, los extranjeros que estábamos visitando su lugar.

Yo empecé a observar la manera como el beduino hacía su trabajo. Luego de dejar escurrir una buena cantidad de sangre por la arteria del cuello, el ayudante trajo una vasija de agua y limpiaron el piso aunque en el concreto quedó la mancha rojiza que denunciaba la reciente muerte.

Sin cavilar, el beduino cortó las cuatro patas por debajo de las rodillas y, una por una, las tiró a los perros que ya no se veían porque la noche había llegado y con ella empezaron a aparecer carros con los demás hijos y la esposa del beduino, quienes traían bolsas de mercado. Todos ellos se dispusieron a colaborar en la tarea de arreglar la carne y la cena.

Con una luz que venía de un bombillo sin caperuza y que funcionaba gracias a un generador que sonaba no muy lejos, el beduino colgó el cadáver luego de haberle desgarrado por completo la cabeza y haberla lanzado con mucha puntería, cerca de un perro bóxer que se encontraba amarrado, ladrando sin cesar hasta que recibió este manjar.

Poco a poco empezó a despegar la piel y el cuerpo quedaba como en una piyama de color blancuzco. Con maestría y con muy poca ayuda de sus demás hijos, nuestro anfitrión terminó de quitar la piel y con señas me dio a entender que esta sería usada para enfrentar el frio del invierno.

Con la piel desmembrada totalmente, vi como el beduino hizo un corte horizontal poco profundo en la parte baja del abdomen y, con cuidado, abrió una brecha para que cayera todo el aparato digestivo al piso. En ese momento los perros se abalanzaron y en unos segundos habían arrastrado todas las vísceras para devorarlas en la oscuridad.

Con señas y gestos, el avezado carnicero y yo nos comunicábamos, por ejemplo, para darme a entender que lo que tenía en la mano eran los pulmones. Más adelante, me explicó que lo que me estaba mostrando era el corazón y posteriormente, sobre su mano, lo cortó en dos como en un laboratorio de biología, me lo mostró y lo tiró a los perros que comían con la misma voracidad que al comienzo del festín.

Cuando ya estaba listo el trabajo de retirar los órganos internos, con agua empezó a lavar lo que seguía colgado del gancho y finalmente cortó las partes que comeríamos, incluyendo el costillar que entregó dividido en dos, al cocinero, otro de sus hijos. Este ya tenía listas las brasas y empezó el olor a carne rostizada que hizo que me diera más hambre, pese a la crudeza de la situación.

Mis compañeros de aventura decían que no estaban seguros si iban a comer la carne pero luego nos llamaron a manteles y nos sentamos en el piso de la sala, sin zapatos. Los hijos del anfitrión empezaron a traer platos con humus, vegetales y pitas y finalmente llegó la carne.

Todos probamos el humus con pita y los vegetales y, como quienes no quieren la cosa, empezamos a comer la carne con las manos ya que venía cortada en pedazos pequeños y en costillas individuales. Las bandejas fueron remplazadas frecuentemente ya que no tardaban en quedar vacías porque el sabor era simplemente sublime.


Comimos hasta la saciedad y luego, posiblemente después de haber disfrutado de la misma comida en otra habitación, los tres hijos, la hija y la esposa de nuestro personaje, se unieron a la visita en la que hablaban principalmente los dos hombres mayores: Amnon y el beduino. Luego de una hora larga se acabo la conversa para despedirnos con gran gratitud por la impecable atención y por haber comido una deliciosa carne, que para mí ha sido la más rica que he probado en toda mi vida.

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