miércoles, 4 de mayo de 2022

Mi primera jubilación

En 2002, a los 24 años, mi siquiatra me anunció que sufría de Depresión y pocos años después ese diagnóstico se amplió hasta ajustar el que me acompañó hasta ahora: Trastorno Afectivo Bipolar y Alcoholismo. Este último me lo asigné yo mismo, gracias a haber empezado un proceso de doce pasos de Alcohólicos Anónimos, en mayo de 2006. Mi religiosidad hacia ese doble diagnóstico se fue incrementando porque la utilidad de tratarme bajo ese modelo empezó a reportarse, luego de algunos años de borrosa fe, como la posibilidad de concebir la viabilidad de mi vida.

Ser riguroso con las consecuencias de cargar con ese diagnóstico trajo costos que en mi caso han sido evidentes. Por ejemplo, mi orden con las cuentas y con la plata me han llevado a asumir un pasivo que se podría acercar a la obsesión y la neurosis, características no elogiables o deseables. Logré salir de las dramáticas deudas que asumí en episodios muy erráticos y a optar por una sana aversión al endeudamiento. Veinte años después de mi primera visita al siquiatra me reconozco por haber aprendido a cuidar la plata, sin tacañería, y acepto que el costo ha sido alto porque el Excel se puede convertir en una herramienta que gobierna sin miramientos diferentes a la dictadura de la aritmética, que es limitada dentro del proceso vital.

El año pasado, más precisamente el último trimestre de 2021 creí que estaba conociendo la felicidad, me sentía radiante, exultante. Cuando sonaba la Pequeña Serenata Diurna de Silvio Rodríguez y llegaba la parte de “¡soy feliz, soy un hombre feliz!”, la cantaba con un sentimiento desbordado y delicioso. Tuve la fantasía de que así sería mi vida para siempre, aunque con la sabiduría que he ido ganando, tenía claro que ese era un momento digno de ser disfrutado pero que, obviamente, llegarían días diferentes. No me equivoqué; salimos con Camila y Cristóbal de Barichara, donde vivimos muy bien desde más de un año atrás, para pasar un mes en Bogotá. Allá nos enteramos de una tragedia familiar y también logré cerrar dos contratos para después volver a Barichara con Cristóbal a ejecutar matricialmente el 2022. 

Sería un año de mucho trabajo y a eso se sumaba que estaba cuidando a Cristóbal sin Camila porque ella estaba atendiendo la situación familiar en Bogotá. Los horarios eran estrictos, Cristóbal notaba que trabajaba mucho y me lo reclamaba, la plata fluía, pero algo faltaba y la matriz era insuficiente. La maravillosa época de meses atrás era un hermoso recuerdo, algo deseable, evocable y repetible. En esos primeros meses de 2022 se reactivó un cliente de la empresa que desde 2019 estamos sacando adelante con José Antonio. Se empezó a cristalizar un nuevo negocio y tomé la decisión de renunciar a uno de los contratos para repetir la misma decisión con el otro, pocos días después. El 31 de marzo se terminaron los dos contratos y Camila ya estaba en Barichara. Todo eso hizo que mi sistema entrara en cierto descanso, en algún tipo de duelo y empecé a vivir algo similar a lo que se siente con la Depresión.

Las primeras sensaciones llegaron el domingo 27 de marzo. La melancolía, la irascibilidad y el desinterés eran evidentes. La sensación general no se acercaba a la horrible e incapacitante desazón que sentí en episodios depresivos profundos de años atrás, aunque hubo llanto. El último de ellos sucedió hace más de siete años. Luego de más de un año y medio sin droga siquiátrica, le permití a mi sistema recogerse, con mucho menos miedo que antes, sin forzarlo a hacer lo que no era preciso. En ese momento no tenía que lograr grandes hazañas, ni hacer grandes renuncias, necesitaba esperar hasta que se terminara esa etapa, así como se acabó en diciembre la que, por el contrario, era muy placentera.

En medio de todo esto y buscando evocar lo que había hecho con los contratos, pensé en renunciar a mi doble diagnóstico y, en buena parte, por eso empecé a escribir estas palabras. Sin embargo, la metáfora era poco poderosa porque los contratos eran coyunturales y en cambio los diagnósticos se habían convertido en una forma de vivir, en un filtro para juzgar y habitar el Universo. Gracias a una conversación peripatética con un amigote de 40 años de historia, acepté el consejo de jubilar mis diagnósticos.

La escogencia de la jubilación y no de la renuncia resulta valiosa aunque la decisión ya estaba tomada desde tiempo atrás, independientemente de la semántica. En los últimos dos o tres años, además de haber renunciado a un trabajo envidiable en Bogotá, de haber empezado una empresa de consultoría, de estar criando a un niño, de los efectos pandémicos, de mi grado como Magíster en Filosofía y de la aceptación de mi ateísmo, he seguido construyendo una pareja y me he permitido afectarme potentemente por las molecularidades y los átomos de los procesos que me rodean. Eso me ha cambiado y tal como alguien me lo dijo algunos años atrás, seguiré siendo un laboratorio vivo.

No cabe duda de que a estos dos jubilados será hermoso visitarlos, consultarlos, festejarlos, honrarlos. Tendré lealtad con mi historia. No es un archivo sino una emancipación, para ellos y para mi. Lo cierto es que tengo la posibilidad y el privilegio de vivir en otro modelo no patologizante de mi existencia. Gracias a mis diagnósticos logré una viabilidad vital admirable y por ello mi gratitud es inefable; esta parece ser una nueva época de aprender disfrutar.

Camilo Isaza Herrera

1 de mayo de 2022