Llevábamos menos de una semana en la anterior granja, la de
las cabras, en el Norte de Israel, cuando los dueños nos invitaron a hacerle
una visita a un beduino cuya hija se había casado la víspera y ellos no habían
podido asistir a la fiesta.
En la camioneta llevábamos una cabra joven como regalo de
bodas, ella balaba frenéticamente y sus olores ambientaban el momento en el que
me sentía como un niño en el asiento trasero, donde íbamos con Camila y Kathi,
acompañando a los adultos a hacer una visita protocolaria. La ocasión no me
causaba mayor excitación pero era una oportunidad para salir de la granja.
Al llegar, ya anocheciendo, Amnon saludó y dijo algo en
árabe, bajó la cabra del carro y se la entregó al muchacho que estaba
atendiendo a otras de su misma especie. Este la recibió con una sonrisa
generosa, la tomó por la oreja y la dejó en un corral con sus nuevas
compañeras.
Nos acercamos a una construcción que más que una casa
parecía una carpa con unos muros bajitos. Afuera de lo que se veía como una
sala, había varios asientos como de escuela, donde nos sentamos en compañía del
beduino. Él sólo hablaba árabe y algo de hebreo y por ello intercambiábamos
señas y gestos para saludar y agradecer la hospitalidad que sólo estaba
empezando.
Amnon y Daliah conversaban con él en árabe y nosotros
hablábamos en inglés con Kathi, la alemana que también era voluntaria. Luego,
el anfitrión entró a la sala y sacó, en una mano, una jarra que sujetaba por un
mango recto de madera que estaba incrustado en la parte alta de esta y en la
otra, un pocillo con el asa rota. Sirvió un chorrito para Amnon quien luego de
batirlo un poco se lo tomó de un tirón. Luego pasó donde Daliah y mientras
tanto, olvidando que los musulmanes no beben, yo pregunté si era alcohol para
abstenerme en caso afirmativo y Amnon movió su cabeza de un lado a otro en
señal de negación, con cierta cara de obviedad.
El pocillo pasó por todos con la imponente figura del
beduino que, con sus más de 1.90 metros de estatura, parecía revisando que uno
se tomara la ración. Era un sorbo de café muy concentrado que había sido
preparado en el mismo recipiente por muchos años. Amnon nos explicó que la
jarra nunca se lava desde que la pareja se forma; fue muy bonito tomar un café
que lleva historia en su olor, en su color y en su sabor y que se apodera por
un rato de buena parte de los sentidos.
En ese momento empecé a sentir cierta inquietud porque
definitivamente el ambiente y la situación eran novedosos para mí pero no me
imaginaba que esta experiencia se iba a convertir en uno de los momentos más
intensos del viaje y en un recuerdo que difícilmente se borrará de mi memoria.
De hecho, el ambiente empezó a enrarecerse y pude percibir
que algo similar a un acto violento estaba por ocurrir. Posiblemente por mi
procedencia, en esas situaciones temo que la animosidad vaya en mi contra o de
los que amo (Camila) y por ello sentí cierto miedo.
Volvimos a conversar y fuimos interrumpidos por los gritos y
lloriqueos desesperados de una cabra adulta que venía jalada de la oreja por el
mismo muchacho que recibió la de regalo. La acercaron a la puerta de la cocina
que quedaba en la misma plancha de concreto donde estábamos pero a unos diez
metros y entre los dos, el beduino y su hijo, acostaron hábilmente al animal para
que el jefe de la familia, con un afilado cuchillo cortara el cuello y así dejáramos
de escuchar la alharaca.
Mis cuatro acompañantes no quisieron ver lo que estaba
ocurriendo y Daliah advirtió que esto nunca les había pasado y posiblemente
era, en parte, en honor a nosotros, los extranjeros que estábamos visitando su
lugar.
Yo empecé a observar la manera como el beduino hacía su
trabajo. Luego de dejar escurrir una buena cantidad de sangre por la arteria
del cuello, el ayudante trajo una vasija de agua y limpiaron el piso aunque en
el concreto quedó la mancha rojiza que denunciaba la reciente muerte.
Sin cavilar, el beduino cortó las cuatro patas por debajo de
las rodillas y, una por una, las tiró a los perros que ya no se veían porque la
noche había llegado y con ella empezaron a aparecer carros con los demás hijos
y la esposa del beduino, quienes traían bolsas de mercado. Todos ellos se
dispusieron a colaborar en la tarea de arreglar la carne y la cena.
Con una luz que venía de un bombillo sin caperuza y que funcionaba
gracias a un generador que sonaba no muy lejos, el beduino colgó el cadáver
luego de haberle desgarrado por completo la cabeza y haberla lanzado con mucha
puntería, cerca de un perro bóxer que se encontraba amarrado, ladrando sin
cesar hasta que recibió este manjar.
Poco a poco empezó a despegar la piel y el cuerpo quedaba
como en una piyama de color blancuzco. Con maestría y con muy poca ayuda de sus
demás hijos, nuestro anfitrión terminó de quitar la piel y con señas me dio a
entender que esta sería usada para enfrentar el frio del invierno.
Con la piel desmembrada totalmente, vi como el beduino hizo
un corte horizontal poco profundo en la parte baja del abdomen y, con cuidado,
abrió una brecha para que cayera todo el aparato digestivo al piso. En ese
momento los perros se abalanzaron y en unos segundos habían arrastrado todas
las vísceras para devorarlas en la oscuridad.
Con señas y gestos, el avezado carnicero y yo nos
comunicábamos, por ejemplo, para darme a entender que lo que tenía en la mano
eran los pulmones. Más adelante, me explicó que lo que me estaba mostrando era
el corazón y posteriormente, sobre su mano, lo cortó en dos como en un
laboratorio de biología, me lo mostró y lo tiró a los perros que comían con la
misma voracidad que al comienzo del festín.
Cuando ya estaba listo el trabajo de retirar los órganos
internos, con agua empezó a lavar lo que seguía colgado del gancho y finalmente
cortó las partes que comeríamos, incluyendo el costillar que entregó dividido
en dos, al cocinero, otro de sus hijos. Este ya tenía listas las brasas y
empezó el olor a carne rostizada que hizo que me diera más hambre, pese a la
crudeza de la situación.
Mis compañeros de aventura decían que no estaban seguros si
iban a comer la carne pero luego nos llamaron a manteles y nos sentamos en el
piso de la sala, sin zapatos. Los hijos del anfitrión empezaron a traer platos
con humus, vegetales y pitas y finalmente llegó la carne.
Todos probamos el humus con pita y los vegetales y, como
quienes no quieren la cosa, empezamos a comer la carne con las manos ya que
venía cortada en pedazos pequeños y en costillas individuales. Las bandejas fueron
remplazadas frecuentemente ya que no tardaban en quedar vacías porque el sabor
era simplemente sublime.
Comimos hasta la saciedad y luego, posiblemente después de
haber disfrutado de la misma comida en otra habitación, los tres hijos, la hija
y la esposa de nuestro personaje, se unieron a la visita en la que hablaban
principalmente los dos hombres mayores: Amnon y el beduino. Luego de una hora
larga se acabo la conversa para despedirnos con gran gratitud por la impecable
atención y por haber comido una deliciosa carne, que para mí ha sido la más
rica que he probado en toda mi vida.