viernes, 16 de abril de 2021

Mi Trabajo de Grado de la Maestría en Filosofía

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INVESTIGACIÓN ÉTICA EN LA INFANCIA: UNA MIRADA ARISTOTÉLICA

Trabajo de Grado presentado por Camilo Isaza Herrera, bajo la dirección del profesor Diego Antonio Pineda Rivera,

como requisito parcial para optar al título de Magíster en Filosofía

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA

Facultad de Filosofía

Bogotá, 23 de febrero de 2020


"Así fue siempre, ajeno a la existencia de sus hijos, en parte porque consideraba la infancia como un período de insuficiencia mental, y en parte porque siempre estaba absorto en sus propias especulaciones quiméricas." (García, 2014, p. 26).

INTRODUCCIÓN

El propósito del presente trabajo es examinar la posibilidad de que las niñas y los niños  se inicien en una suerte de investigación ética inspirada en aquella propuesta por Aristóteles en la Ética nicomaquea. Aristóteles mismo negó tal posibilidad, al afirmar que los niños, así como los jóvenes, no podrían tomar ni aplicar sus lecciones de ética. Será preciso examinar entonces los presupuestos psicológicos, políticos y sociales en los que se basa esta afirmación aristotélica, con el objetivo de replantearla.

Este cometido me llevará a elaborar una reconsideración de la concepción aristotélica de investigación ética, para, con base en ella, examinar nuevamente la posibilidad de que los niños puedan desarrollar su propia investigación ética dentro de unos presupuestos contemporáneos.

Ahora bien, este trabajo no busca que los niños dejen de ser niños. No busca que adopten comportamientos de “personas grandes”, como les llamó el principito a los adultos en la conocida obra de Antoine de Saint-Exupéry (De Saint-Exupéry, 1967). No pretendo que los niños dejen de hacer preguntas de manera insistente y sin renunciar a una respuesta; no quiero que dejen de mirar fijamente a las personas o a las cosas, al punto de incomodar a los adultos. Ellos no deben dejar de jugar, jugar y jugar, de prender y apagar las lámparas hasta fundir los bombillos y de frecuentar mundos de fantasía; incluso no deben dejar de robar galletas y dulces, de vez en cuando. Sea cual sea la consecuencia de este trabajo, debe ser distinta a la de forzar la adultez prematura de los niños o la de volver reprochable su modo de razonar y sentir. 

Una de las razones por las cuales emprendí este trabajo investigativo se basa en una vivencia personal, a saber, la de un servicio de voluntariado de más de doce años con niños y la de mi experiencia como padre de un niño de seis años. A partir de estas dos experiencias, he desarrollado cierta forma de ser y hacer con los niños, que consiste en tratar a los niños como tales, no como tontos ni como adultos de pequeñas dimensiones. Esta forma me ha resultado efectiva y gratificante a la hora de establecer relaciones valiosas con ellos.

Por otro lado, tengo la intuición de que sería un aporte educativo valioso el de empezar a estructurar una formulación teórica que sirva de sustento para replantear metodologías de aprendizaje con niños, tanto para las aulas como para la vida familiar y social. En mi opinión, debemos ir migrando, cada vez en mayor medida, hacia una democratización radical en la que los niños, siendo protagonistas de su exploración ética, puedan gobernar sus procesos. Lo anterior no implica, desde luego, su desarrollo prematuro, ni mucho menos que los adultos dejemos de tener la responsabilidad de facilitar y guiar su desarrollo. Lo que se quiere plantear, sin ambages, es que los niños pueden ser mucho más dueños de su momento presente y, por ende, de su futuro y de su pasado.

En este orden de ideas, las consecuencias sociales de una radicalización de la democracia, en la que los niños sean sujetos capaces de deliberación y elección, podrían ser caóticas, si no nos preparamos adecuadamente para ella, dado que los adultos hemos estado acostumbrados a decidir por ellos, sin detenernos a indagar profundamente en sus razones, intereses y motivos. La posibilidad de llegar a esta radicalización democrática infantil representaría retos políticos, económicos, jurídicos y sociales de gran magnitud. De este modo, al sugerir que los niños pueden ser sujetos éticos en la concepción aristotélica, sería plausible plantear que los niños tienen la capacidad para hacer ciertas elecciones legítimas y, por ende, ser sujetos democráticos directos. Esto no implica, por supuesto, que ejerzan el derecho al voto u otros medios similares de participación.

Por su parte, en la filosofía parece estar comúnmente aceptada la idea según la cual la ética es un asunto que debe ser asumido solo por adultos o, al menos, por quienes han terminado un cierto desarrollo que les permita aprehender conceptos. La consecuencia de lo anterior es que se debe empezar de manera tardía un proceso de investigación ética más o menos estructurado, el cual hubiera podido iniciar años antes, evitando así sufrimiento y demora que no necesariamente están justificados.

Así pues, en el contexto actual es plausible volver a analizar filosóficamente si el planteamiento aristotélico es acertado en toda su extensión y si sus consecuencias son venturosas para las sociedades contemporáneas, en especial para sus niños. Siendo así, en este trabajo partiré de una lectura apegada al texto aristotélico, en la que, en el primer capítulo, expondré en detalle las diversas argumentaciones de Aristóteles en la Ética nicomaquea, en las que se considera que solo ciertos hombres pueden ser sujetos de una investigación ética y, bajo su planteamiento, que los niños definitivamente no son aptos para ella. En esa primera parte, se expondrán las razones y los presupuestos de la mencionada negativa aristotélica.

Por otra parte, en el segundo capítulo, ahondaré en lo referente a la concepción aristotélica de la investigación ética como concepto técnico dentro de esa estructura de pensamiento, profundizando en la deliberación y en la elección como aspectos centrales. También se logrará comprender el papel y la definición de felicidad dentro de este sistema filosófico.

 Finalmente, en el tercer capítulo, haré un planteamiento más libre con respecto al de los anteriores capítulos, en el que propondré la posibilidad de que los niños puedan hacer una investigación ética inspirada en los principios activos (por usar un concepto químico) de la ética de Aristóteles. Este planteamiento se encadenará con una consecuencia referente a una radicalización de la democracia en la que los niños deben ser escuchados activamente y no solo como sujetos indirectos.

Ahora bien, el proceso de investigación para llegar a este resultado no estuvo exento de dificultades. En primer lugar, Aristóteles es tan enfático en sus escritos sobre la inhabilidad de los niños para ejercer una investigación ética, (al punto que ni si quiera los menciona o considera la posibilidad), que resultó necesario argumentar a través de proposiciones indirectas y de inferencias. Por otro lado, fue necesario establecer con precisión la definición de “alma” -para ello, el libro de Jonathan Barnes fue fundamental-, pues si no se establecía este concepto o se mal entendía bajo una concepción espiritual o supersticiosa, el tratamiento del tema podría haberse desenfocado sensiblemente.

Por su parte, el catálogo de obras que se utilizan en este trabajo fue escogido inicialmente a través de un razonamiento obvio en el que era necesario escudriñar a fondo la Ética nicomaquea, así como comentaristas de la talla de Martha Nussbaum. Posteriormente, fue necesario acudir a una consulta contextual que se logró gracias a Agnes Heller en el libro Aristóteles y el mundo antiguo. De igual manera, la ayuda que representó Barnes para entender mejor a Aristóteles, fue determinante para este trabajo. Ahora bien, también fue muy útil consultar Emilio o de la educación de Rousseau y a autores como Sharp, Lipman y Dewey, para encontrar un enfoque adecuado acerca del ser y el hacer de los niños.

Antes de terminar esta introducción debo recordar que, después de más de dos semestres de trabajo intermitente en el presente escrito y de haber tenido que pagar un valor adicional de matrícula en la Universidad, reapareció en mi camino Ernesto Aparicio. En este momento mi motivación académica estaba baja y el final de mi Trabajo de Grado se percibía lejano, máxime cuando en ese momento se vivían los rigores del confinamiento pandémico. Ernesto es coach ejecutivo, consultor organizacional, experto en planeación estratégica, comunicación asertiva y resolución de conflictos, formador en liderazgo, educador experiencial y facilitador de procesos de aprendizaje y de conversaciones difíciles. Ernesto apareció con un corazón dispuesto al servicio y gracias a su acompañamiento establecí un plan de trabajo que se tradujo en un ritmo asombroso de escritura desde el hermoso territorio de Barichara. Ernesto: como dijera Lucas Tañeda de “Los Chifladitos de Chespirito”: “gracias, muchas gracias”.

LA NEGACIÓN ARISTOTÉLICA DE LA POSIBILIDAD DE LA INVESTIGACIÓN ÉTICA EN LOS NIÑOS


El cometido de este primer capítulo será revisar las razones, las consecuencias y los presupuestos de esta negación aristotélica. Se llevará a cabo un trabajo similar al del aprendiz de anatomía que, luego de pasar por lo teórico, empieza a usar el escalpelo con el fin de entender cada parte de los cuerpos de los animales. El cometido es, pues, llevar a cabo diversas disecciones en el cuerpo de los planteamientos aristotélicos sobre la ética, para comprender su funcionamiento, sus relaciones y así, finalmente, esbozar un replanteamiento suficiente para fundar una exploración de la posibilidad de que los niños sean sujetos de una investigación ética, actualizada a la contemporaneidad y en la medida de sus posibilidades y contexto. 

Este replanteamiento será realizado bajo el presupuesto de que, en caso de ser posible la investigación ética en la niñez, deberá tener características muy distintas a las del proceso que puede seguir una persona adulta. Dicha investigación solo podrá ser un tipo de exploración que sea compatible con las estructuras vitales, de experimentación y de aprendizaje de los niños, las cuales son radicalmente diferentes a las de los adultos, e incluso a las de los jóvenes y adolescentes.

La negativa aristotélica

Un primer interrogante que debe ser auscultado es si existe, en efecto, tal cosa como una declaración de Aristóteles en la Ética nicomaquea que permita sostener que el autor niega la posibilidad de que los niños sean sujetos de una investigación ética, de acuerdo con el sentido de sus planteamientos en la mencionada obra. La respuesta a esta pregunta es tajante. No hay una afirmación de tal talante en todo el libro. Pese a que en diversas ocasiones se refiere a los niños, no lo hace con el fin de elucubrar sobre esta posibilidad; los menciona de manera similar a como lo hace con los animales, como se puede observar en el siguiente aparte: “Razón tenemos por tanto al no llamar felices al buey ni al caballo ni a otro alguno de los animales…Y por la misma causa tampoco el niño es dichoso” (Ética nicomaquea, I, 9, 1100a 1). De igual forma, en reiterados apartes se refiere a los niños y a los animales conjuntamente, como si fueran sujetos similares de cara a la investigación ética. En suma, no dedica si quiera un par de renglones para indagar si tal investigación es posible en la niñez. Ahora bien, Aristóteles sí parece estar dispuesto a discutir si los jóvenes, no los niños ni los animales, pueden ser sujetos del estudio de la ciencia política. Puede ser plausible afirmar que Aristóteles da ese trato a los niños debido a que no los considera animales políticos y, por ende, le son irrelevantes para el proceso de toma de decisiones en lo público. No porque los menosprecie, ni mucho menos, simplemente le parecen irrelevantes para la ciencia política.


Para Aristóteles resulta obvio que los niños no pueden ser sujetos del aprendizaje ético, pues, si se revisa su obra, los niños son concebidos como una especie de adultos en potencia que deben ser sometidos a los mayores cuidados y deben ser guardados de modo que, en edades avanzadas, logren los cometidos de los hombres libres y puedan buscar la virtud y la felicidad.

Ahora bien, el mencionado juicio de discapacidad que sobre los niños recae (el de no poder ser sujetos de la investigación ética) llega a presuponer que un niño no puede aspirar a la felicidad o al bienestar en tanto carece de la capacidad de ejecutar las correspondientes acciones. Dice Aristóteles que el niño no es “dichoso, pues, por razón de su edad, no es capaz aún de practicar tales actos; y si algunos se dicen, esta felicitación se les dirige por la esperanza que de ellos se tiene” (Ética nicomaquea, I, 9, 1100a 1).

Siendo así, queda en evidencia que el autor considera a los niños incapaces de aspirar a la felicidad, la cual solo puede ser alcanzada a través de una investigación que parte de una suerte de conceptualización del bien que está siendo perseguido. La ética aristotélica busca acertar y conseguir los bienes y, más aún, el bien supremo. En palabras de Aristóteles: “el conocimiento de este bien es cosa de gran momento, y teniéndolo presente, como los arqueros el blanco, acertaremos mejor donde conviene” (Ética nicomaquea, I, 2, 1094a 24).


Las razones de la negación

Si se hace una revisión sencilla de la argumentación aristotélica, lo que afirma es que los jóvenes no pueden desarrollar una investigación ética. En los términos aristotélicos, el joven no cuenta con una “cultura general”, no tiene “experiencia de las acciones de la vida” y a ello se suma que es “secuaz de sus pasiones” (Ética nicomaquea, I, 3, 1095a 1 a 10). Estas mismas características, que el autor atribuye a los jóvenes, son extensibles para los niños, incluso con mayor intensidad, porque se podría afirmar de ellos que actúan predominantemente con su instinto. Aristóteles podría llegar a aceptar cierta ética propedéutica destinada a los jóvenes, pero, para los niños, no existe en su concepto nada diferente a comer, jugar, gritar y llorar; no se trata de actividades menospreciadas por el autor, quien encuentra en ellas las bases fundamentales para unas mejores juventud y adultez. Lo anterior no implica que en el razonar aristotélico existieran estas etapas del desarrollo humano, tal como lo veremos más adelante en el acápite de presupuestos de esta negación.

Aunque se podrían encontrar diversas formas de agrupar y de formular las razones de la negación que motiva este capítulo, es posible enunciar siete, que pueden servir para organizar el análisis:

 

1. Los niños no tienen una “cultura general”.

2. Los niños no pueden “juzgar en conjunto”.

3. Los niños no tienen experiencia de la vida.

4. Los niños no son ciudadanos, en sentido estricto.

5. Los niños no tienen dominio de sus pasiones.

6. Los niños escuchan vanamente las enseñanzas, debido a su incontinencia.

7. Los niños no están en condiciones de hacer elecciones morales.


Ahora bien, basta con ir a las primeras páginas de la Ética nicomaquea, donde se puede encontrar un argumento inicial de la postura aristotélica sobre una negativa a la posibilidad de que los jóvenes, y por ende los niños, sean sujetos de investigación ética: “Cada cual juzga acertadamente de lo que conoce, y de estas cosas es buen juez. Pero, así como cada asunto especial demanda una instrucción adecuada, juzgar en conjunto solo puede hacerlo quien posea una cultura general” (Ética nicomaquea, I, 3, 1095a 1).

Vale la pena explorar a qué se refiere el autor con “juzgar en conjunto”. Puede estar aludiendo a la necesidad de una cierta completitud de la vida necesaria para que el aspirante a hacer investigación ética sea idóneo para tal empresa. Aristóteles plantea un sujeto calificado para emprender dicha investigación y debe quedar claro que los requisitos son varios, como el de ser “varón” u “hombre” (Ética nicomaquea, I, 10, 1100b 21). 

Por otra parte, “juzgar en conjunto” también se puede referir a la posibilidad de emitir juicios acerca de los asuntos generales de la ciudad de una manera comprehensiva. Vale la pena recordar que el objetivo aristotélico del cultivo ético es la participación en los asuntos públicos, pues, “el hombre es algo que pertenece a la ciudad” (Ética nicomaquea, I, 7, 1097b 12).

Siendo así, solo un hombre con estas características, con cierto recorrido y desempeño, con una preparación específica, sería idóneo para emprender la investigación ética a la que se refiere Aristóteles. Cuando el filósofo hace referencia al hecho de poseer cierta cultura es evidente que no se está refiriendo a algún bagaje en artes, historia o actualidad; es muy posible que el autor esté aludiendo a la palabra en un sentido más literal, esto es, el que atañe al cultivo previo de algunas habilidades y a la adquisición de ciertos conocimientos, que hagan al sujeto apto para recorrer el aprendizaje ético aristotélico.

Lo anterior concluye, para Aristóteles, en que “el joven no sea oyente idóneo de lecciones de ciencia política, pues no tiene experiencia de las acciones de la vida, de las cuales extrae la ciencia política sus proposiciones y a las cuales se aplican estas mismas” (Ética nicomaquea, I, 3, 1095a 3). Esto confirma lo especulado más arriba, esto es, que el autor considera que, para poder tomar las lecciones referentes a la ciencia política o a la ética, el aprendiz debe haber recorrido diversos aspectos de la vida en comunidad y de las relaciones con los demás; lo anterior, en su razonamiento, no lo poseen aún ni el joven ni, mucho menos, el niño.

Ahora bien, este sujeto calificado de la investigación ética considera Aristóteles que, para que sea un buen aprendiz en este campo, también debe contar con el desarrollo emocional suficiente para ejecutar las acciones éticas correctamente y no con la distorsión que se podría percibir en el actuar de los niños y jóvenes, que está altamente influenciada por la inmediatez del dictado emocional. En este sentido, sostiene Aristóteles que “el joven es secuaz de sus pasiones” y por ende “escuchará estas doctrinas vanamente y sin provecho, toda vez que el fin de esta ciencia no es el conocimiento, sino la acción” (Ética nicomaquea, I, 3, 1095a 4). Acierta, pues, Aristóteles en que esas doctrinas, tal como él las plantea, solo pueden ser aprovechadas por adultos con recorrido. Podría empezar a dilucidarse que el tipo de lecciones éticas que pretende dictar Aristóteles, o que pretende sean escuchadas por los aprendices de ética, son impartidas con una metodología y en un código que los jóvenes y los niños no están llamados a escuchar. 

Continuando con las razones de la negativa aristotélica, es evidente que el autor considera imposible el aprendizaje ético de los niños y de los adultos que no hayan logrado madurar o superar con éxito la niñez. Los ve como incapacitados para dicha experimentación porque viven de acuerdo con sus pasiones y en la búsqueda de todo lo que esté a su alcance inmediato: “[p]ara estos tales el conocimiento es estéril, como para los incontinentes. Mas para los que ordenan por la razón sus deseos y sus acciones, de gran utilidad será el saber de estas cosas” (Ética nicomaquea, I, 3, 1094a 8). En este orden de ideas, queda claro que el sujeto idóneo para aprender de ética es el que logra ser guiado por la razón en cuanto a sus deseos y sus procederes. Podría parecer quimérico este sujeto que, para Aristóteles, es el indicado para escuchar las lecciones de ética.

Por otro lado, y pese a que más adelante en este trabajo se analizará con detenimiento todo lo relativo a los actos voluntarios e involuntarios, en este aparte sobre las razones de la negación a la investigación ética de los niños, resulta pertinente anticipar uno de los argumentos centrales para sustentarla. Aristóteles sostiene que los niños no pueden ejercer la elección, como algo que depende de ellos, aunque obviamente ejercen actos voluntarios, tal como lo afirma en el siguiente aparte: “De lo voluntario participan los niños y los demás animales, pero no de la elección.” (Ética nicomaquea, III, 2, 1111b 7). Nuevamente deja en evidencia el autor que, tanto los animales como los niños, resultan ser sujetos asimilables en lo que tiene que ver con el ejercicio de la investigación ética.

En consonancia con lo anterior, sería plausible afirmar que Aristóteles considera que los niños viven bajo el dictado de sus deseos, que, de no ser conducidos por buen camino, se cierran las puertas del raciocinio, el cual parece ser la única herramienta posible para el discernir ético y para el aprendizaje necesarios para llevar a cabo una investigación en este ámbito (Ética nicomaquea, III, 12, 1119b 7).

Las consecuencias de la negación

Las consecuencias de que los niños hayan sido tachados como incapaces de llevar a cabo una investigación ética tal como la que plantea Aristóteles en la Ética nicomaquea se han evidenciado con claridad en los últimos veinticuatro siglos. Estas son algunas de ellas:

- Relaciones filiales basadas en el poder y la dependencia.

- Tendencia a ver a los hijos como una propiedad.

- Los niños son considerados lisiados morales.

- Subvaloración de la capacidad de pensamiento y juicio práctico de los niños.

- Se niega la condición de ciudadano de los niños.


 Una de las consecuencias fundantes, es la forma como se desarrolla la relación entre padres e hijos. Se podría llegar a afirmar que, desde el apogeo griego, en los esquemas familiares, los padres ejercen una especie de derecho de propiedad sobre sus hijos. Solo a través de artilugios más semánticos que prácticos, se diferencia la relación entre padres e hijos a la de un amo con su esclavo o de un dueño con la cosa sobre la cual este ejerce la propiedad. Es común encontrar padres y madres que sostienen sin ningún empacho, y desconociendo las regulaciones legales sobre el particular, que ellos hacen lo que quieran con sus hijos porque son de ellos y nadie se puede meter en esa relación. De hecho, buena parte de la desgarradora realidad de violencia contra los niños se funda en esta premisa. Para continuar con el esbozo de este argumento, conviene analizar el siguiente aparte:

La justicia del amo y la del padre no es la misma que la de los ciudadanos, sino semejante; porque no hay injusticia en sentido absoluto con lo que es de uno mismo; ahora bien; el siervo y el hijo, mientras no llega a cierta edad y se separa del padre y del señor, y nadie elige deliberadamente dañarse a sí mismo, y por tanto no hay injusticia con respecto a aquellos. No cabe aquí lo injusto ni lo justo político, porque una y otra cosa, según vimos, lo son de acuerdo con la ley y se dan entre personas naturalmente sujetas a la ley, es decir entre personas que participan igualmente en gobierno activo y en el pasivo. De aquí que la justicia exista más bien con relación a la esposa que con relación a los hijos y a los esclavos; solo que se trata entonces de la justicia doméstica, diferente ella también de la política. (Ética nicomaquea, V, 6, 1134b 8)

Es menester no confundir varias enseñanzas que deja el anterior párrafo. Por un lado, hay un evidente llamado a diferenciar la justicia doméstica de la justicia política. Solo puede ser de esta forma porque lo que ocurre al interior de los hogares se desarrolla en un ámbito de intimidad y familiaridad, que no es el propio del devenir de los asuntos públicos, donde evidentemente opera la justicia estatal, política o de la ciudad. Lo anterior no puede ser confundido con que haya justificaciones para cometer desmanes agresivos o abusos al interior de las familias. Por otro lado, y es el punto en el que se quiere hacer énfasis, Aristóteles deja en evidencia que hay algo similar a un derecho de dominio ejercido de los padres sobre sus hijos.

Según las frases citadas, el hijo es “de uno mismo”. Esta sentencia podría tener dos interpretaciones. En primer lugar, se podría afirmar que los niños son una continuación del cuerpo de los padres o un órgano que lo integra. En el sistema griego de la época aristotélica, el esclavo formaba parte del patrimonio del amo. Pareciera que los niños forman parte del patrimonio de los padres. En cualquier caso, las consecuencias que se tornan problemáticas tienen que ver con la capacidad de decisión y disposición que ostentan los padres que apliquen estos preceptos a las relaciones filiales. Mal interpretados podrían ser suficiente argumento para justificar los vejámenes que históricamente se han cometido en contra de los niños.

Sin embargo, esta radical y abusiva interpretación no es la única preocupante, pues también puede ser problemática la que considera que los niños no son en sí mismos sujetos independientes, sino que solo son una parte de la familia o un cierto dominio de los padres. De este modo ,resulta muy fácil derivar un juicio de incapacidad para asuntos en los que los niños, en su medida y en su contexto, podrían desempeñarse con holgura, siempre y cuando el razonar de las “personas grandes” (De Saint-Exupéry, 1967), lograra comprender que ellos no aprenden ni actúan de la misma manera, que su momento vital es fundamentalmente diferente y, por ende, sus formas de hacer y de sentir, deben serlo también.

En este orden de ideas, se puede detectar cierto derecho de propiedad de los padres sobre los niños. En la Política se pueden encontrar ciertos planteamientos que morigeran esta interpretación. En el mencionado libro, se describe la relación filial equiparámdola a la que ejercen los soberanos sobre los pueblos sometidos a ellos. Vale la pena decir que ni el derecho de propiedad ni la forma de gobierno monárquica son de suyo injustas o arbitrarias. El dueño de un bien no debe abusar de su propiedad y el rey debe cuidar a su pueblo y procurarle lo mejor. Para ilustrar este punto, en la Política, Aristóteles afirma lo siguiente:

Al jefe de familia corresponde, en efecto, gobernar a su mujer y a sus hijos (y si bien a una y otros como a sujetos libres, su mando no es, con todo, del mismo modo, sino que sobre la mujer es como el magistrado de la república y sobre los hijos como monarca absoluto (Política, I, 5, 1259b).  

Resulta importante revisar con cuidado varios términos utilizados en el anterior apartado. De entrada, se erige al hombre como quien manda en el hogar. Es el jefe. Hay una relación de poder que subyace en esa afirmación. No obstante, va mucho más allá al afirmar que el gobierno sobre los hijos se ejerce a través del absolutismo monárquico, esto es, sin limitaciones, sin normas que lo rijan y al arbitrio de su propia voluntad o capricho. Resulta, pues, contradictorio que se afirme en la cita, que los niños son sujetos libres y que, de inmediato, se afirme que son gobernados por su padre, desde el proceder de un monarca sin restricción alguna. 

Sin embargo, en el mismo libro, el autor puede estar sugiriendo una limitación al poder del padre de familia sobre sus hijos. Es una frontera emocional que puede regular de alguna manera, la disposición casi ilimitada que conlleva el absolutismo. Se hace referencia al amor que se le debe al padre como argumento para gobernar. El aparte al que se hace referencia es el siguiente: 

En cuanto al gobierno de los hijos es de tipo monárquico, pues el que los ha engendrado debe gobernarlos tanto en razón del amor a que es acreedor por ser mayor de edad lo cual es forma propia del gobierno monárquico (Política, I, 5, 1259b). 


Aquí insiste Aristóteles en la forma monárquica de gobierno, pero, al mencionar el amor de hijos a padres, se puede suponer una reciprocidad que puede moderar los designios del padre sobre los hijos. Sin embargo, no cabe duda de que, en la relación entre padres e hijos, no tiene cabida una horizontalidad, sino una evidente supremacía del mayor sobre el menor, porque el “rey debería ser superior a sus súbditos” (Política, I, 5, 1259b), o para este asunto concreto, el padre debe ser superior a sus hijos.


Presupuestos psicológicos, sociales y políticos de la negativa aristotélica

La concepción aristotélica parte de un presupuesto social, relacionado con la concepción de familia en su contexto, que podría sugerir que no hay etapas en la vida humana, esto es, no hay algo tal como la niñez. Para el autor, en la infancia la persona es un sujeto que se asemeja en muchos aspectos a los animales, debido a su evidente entrega al deseo, al instinto y a las pasiones. Para ilustrar esta idea, podemos acudir a un autor que afirma que, en la época medieval, ello es más de un milenio después de Aristóteles, “la idea de infancia no existía. Esto no quiere decir que los niños fuesen descuidados, abandonados o despreciados” (Ariès, 1962, p. 128) . Esta explicación es relevante porque demuestra que el concepto de infancia, o de niñez, es un concepto más moderno y, desde ese punto de vista, el contexto aristotélico queda exento de críticas o juicios.

A tal grado era inexistente ese concepto de infancia, tanto en la Edad Media como en la época griega, que “tan pronto como el niño podía vivir sin la constante atención y cuidado de su madre, su niñera y sin su moisés, este pertenecía al mundo adulto” (Ariès, 1962, p. 128) . Ello dista de forma radical con el trato que en este momento se da al proceso humano, en el cual hay tres o cuatro etapas antes de la adultez y en ellas hay formas específicas de considerar, tratar y escuchar a los niños.   

 Por su parte, en la adultez, la que pudo ser la misma persona de niño, adquiere cierto grado en el que las pasiones y los deseos están sometidos a diversas operaciones racionales y, de esta forma, puede haber un sujeto idóneo para la investigación ética. El niño solo puede ser encausado en cierta propedéutica para la ética, al igual que el adolescente o el joven, quienes pueden ser instruidos con el fin de poder llegar a ser adultos que efectúen una investigación ética.

En este sentido, Aristóteles deja claro que las enseñanzas éticas solo pueden ser recibidas por quienes hayan recibido una instrucción previa, que posibilite el posterior aprendizaje ético que provea las bases para participar en los asuntos públicos de manera acertada. Queda en evidencia la diferencia entre educación moral e investigación ética. A los niños y, sobre todo a los jóvenes, se les puede ofrecer dicha instrucción con el fin de que se preparen para el eventual momento en el que podrían iniciar su investigación ética. En el siguiente aparte, queda en evidencia que primero debe haber cierto aprendizaje operativo, con respecto a los hábitos; si este resulta exitoso, será factible el aprendizaje ético y político.  

Esta es la razón por la cual es menester que haya sido educado en sus hábitos morales el que quiera oír con fruto las lecciones a cerca de lo bueno y de lo justo, y en general de todo lo que atañe a la cultura política. En esta materia el principio es el hecho, y si este se muestra suficientemente, no será ya necesario declarar el porqué. Aquel que esté bien dispuesto en sus hábitos, posee ya los principios o podrá fácilmente adquirirlos. (Ética nicomaquea, I, 4, 1095b 1)

Es tan enfático el planteamiento que llega a sugerir que, con el cultivo de los hábitos, se adquieren los principios para una correcta investigación ética o, al menos, será factible conseguirlos. Esta forma de razonar no es extraña al aprendizaje de cualquier arte o técnica. Por ejemplo, el carpintero, antes de elaborar suntuosas piezas de ebanistería, tendrá que comprender y experimentar los tipos y las vetas de la madera, la manera cómo funciona el formón y el cepillo, así como probar las uniones con clavos, puntillas o pegamentos. De hecho, Aristóteles establece una analogía entre el aprendizaje de las artes y el de las virtudes. Todo ello puede estar lejos de elaborar un comedor para un salón, es más, en las experimentaciones se pueden echar a perder materiales y herramientas.

La concepción aristotélica del aprendizaje ético no dista mucho del ejemplo propuesto sobre el trabajo de la madera. La formación de hábitos en el niño y la práctica de la continencia en el joven, no se pueden entender como ejecuciones de la investigación ética. Son prerrequisitos para optar a la experimentación en la ciencia política. En este punto puede centrarse parte de la exploración porque, a diferencia de la carpintería, la ética puede ser una práctica que desde su primer intento tiene la entidad de un ejercicio moral autónomo y relevante, no solo un remedo o una preparación para mayores ejecutorias. Las ejecutorias éticas son tan grandes como la vida del agente.

En este orden de ideas, el mayor presupuesto psicológico de la propuesta aristotélica sobre la imposibilidad de que los niños ejerzan la investigación ética es la incapacidad de elegir. La elección en Aristóteles no solo atañe a operaciones volitivas como el escoger un sabor u otro en la comida. La elección conlleva una carga de responsabilidad y de agencia porque, según el autor, hay que tener capacidad de disposición para que haya elección. Así pues, la “elección, en una palabra, se ejerce sobre lo que depende de nosotros” (Ética nicomaquea, III, 2, 1116 29).

La sentencia aristotélica de que todas las elecciones de relevancia ética no podrían depender de los niños, ni de las mujeres, ni de los esclavos, ni de los bárbaros, es una comprensible conclusión derivada del contexto griego en que fueron escritas estas obras de filosofía. Sobre dicha elección se profundizará más adelante.

Por otro lado, la política y la guerra en la época aristotélica estaban tan inmersas la una en la otra que los asuntos públicos eran gestionados por carismáticos guerreros que, además de liderar guerras y batallas con buenos conocimiento y experiencia, también tenían las herramientas para decidir sobre la convivencia y la seguridad, sobre los asuntos de sanidad, sobre la educación pública y todos los demás asuntos de la gestión pública. Los niños eran la esperanza del sistema para asumir la gestión de lo público y de la guerra; este resulta ser otro de los presupuestos, en esta ocasión de carácter político, que fundaban la forma en la que se concebía a los niños y cómo ellos eran un potencial guerrero y gobernante. 

Exploración de un replanteamiento de los presupuestos

Para empezar este aparte, podemos usar el siguiente texto en el que se sostiene lo siguiente: 

hay una verdad profunda en la afirmación de Aristóteles según la cual el individuo que, por alguna razón que no fuera accidental, no fuese miembro de un Estado, sería un animal o un dios. Pero generalmente esto lo olvidó en otra parte. Aristóteles identificó la más alta excelencia, la virtud principal, con el pensamiento puro y, al identificar esto con lo divino, la aisló por completo de la vida social. De esta forma, el hombre, en la medida en que alcanzara dicha virtud sería divino, lo que significa que sería no social, sino supracívico (Dewey, 2011, p. 45).

Las buenas intenciones de Aristóteles por exaltar la búsqueda del bien a través del cultivo de las virtudes, lo llevó a olvidar algunas veces que el objetivo de la ética y de la ciencia política es humano y no divino. Lo llevó, por ejemplo, a considerar como no humanos a quienes vivieran por fuera de un Estado y, de manera similar a como se ha sostenido en este trabajo, llegó a considerar a los niños como algo parecido a los animales a la hora de determinar si eran sujetos idóneos para adelantar una investigación ética y para aprender las lecciones que los volverían ciudadanos activos y útiles en el manejo de los asuntos públicos. Las altas aspiraciones, y posiblemente una gran confianza en “el hombre”, llevó a Aristóteles al desafortunado estado de “la idealización de lo existente” (Dewey, 2011, p. 46).

En este orden de ideas, el primer elemento para explorar el replanteamiento de los presupuestos de la tantas veces mencionada negativa aristotélica será el de asumir que la segmentación a la que tiende el razonamiento humano, y en especial la que atañe a la diferenciación entre seres humanos con características diversas como puede ser la edad, no es más que un artilugio para entender, clasificar y lidiar con la realidad, pero no es la verdad. Se trata de una herramienta que sirvió a los griegos para avanzar intelectualmente con las correspondientes consecuencias en términos de segregación y violencia. Incluso ha servido a posteriores desarrollos para dividir a la humanidad de tantas formas y con múltiples intereses. La Edad media hizo lo propio y se puede resumir de esta forma:

La división de la humanidad en dos campos, el de los redimidos y el de los condenados, no necesitaba de filosofía para producirse, pero la división griega de los hombres en clases separadas con base en su pertenencia o no a la ciudad-Estado fue utilizada para racionalizar esta cruel intolerancia (Dewey, 2011, p. 48).

Esta es la misma intolerancia que persiste al considerar a los niños como unos seres humanos de menores posibilidades y con limitadas facultades. Ya lo denunciaba Les Luthiers (1981) en 1980, cuando en uno de sus actos sostenían que “los chicos, aún los más pequeñitos, son seres pensantes. Casi podríamos decir que son seres humanos” 3).

Por su parte, Rousseau (2017) vio con claridad esta cuestión en el Emilio, cuando formuló la siguiente pregunta: 

¿Cuándo en lugar de educar a un hombre para él mismo se le quiere educar para los demás?” Y el mismo autor responde: “Entonces el acuerdo es imposible. Forzado a combatir la naturaleza o las instrucciones sociales, hay que optar entre hacer un hombre o un ciudadano (p. 47).


En este razonamiento, Rousseau pareciera estarle hablando a Aristóteles y, en especial, contestando a la sentencia aristotélica que defiende que el hombre es de la ciudad. Rousseau está reaccionando a la formación de ciudadanos independientemente de su individualidad y de su realización individual y personal. Aristóteles no consideraba relevantes a los niños porque no podían aportar a la formación de la ciudad; solo los veía como potenciales aportantes que debían ser criados, pero en su actualidad no representaban al ciudadano que podía ser parte de la gestión de los asuntos públicos y, por ende, parecían irrelevantes para la ética, para la democracia y para la ciudad.  

Ahora bien, resulta necesario abordar un asunto que, independientemente de la teoría moral que se escoja y sin perjuicio de si se opta por la aristotélica en su versión original o por una como la que se pretende explorar en este trabajo, actualizado al contexto presente, debe ser tenido en cuenta como uno de los principales aspectos operativos del cultivo de la ética en el ser humano. Me refiero a la creación de hábitos. Una de las frases lapidarias de la Ética nicomaquea y que, en los desarrollos posteriores del planteamiento aristotélico, ha tenido que ser rescatada, tiene que ver con el procedimiento para la creación de hábitos. Sostiene el autor, cuando empieza de lleno el estudio de la virtud en general “de los actos semejantes nacen los hábitos” (Ética nicomaquea, II, 1, 1103b 23).

El enfoque que otorga Aristóteles a la creación de hábitos, que se verá más adelante, se centra en esta tarea de la preparación del niño y del joven para que, en su adultez y una vez haya logrado cierto refinamiento en el manejo de sus pasiones, el sujeto pueda asumir una investigación ética que, de ser exitosa, lo llevará al encuentro de la virtud y, por ende, a la práctica del bienestar o de la felicidad.

Esta posición no será extraña a lo que se pretende explorar en este replanteamiento de los presupuestos aristotélicos acerca de este particular. Es obvio que la construcción de hábitos va a ser la base de la formación de las decisiones éticas y de la exploración que, en esta área, efectuarán los sujetos que incurran en la tarea de investigar la vida moral. En este sentido, se puede suscribir con certeza la afirmación que sostiene que “ninguna de las virtudes morales germina en nosotros naturalmente” (Ética nicomaquea, II, 1, 1103a 19). Es posible aislar este planteamiento acerca del tipo de sujeto que el autor considera para la investigación ética. Independientemente de si es niña, niño, joven o adulto, el trabajo de los hábitos y, más aún, de los relacionados con la búsqueda de lo justo y de lo bueno, están a la base de una investigación ética que puede derivar en la práctica de una felicidad verdadera y, por qué no, en la aspiración a algo superior, como la vida contemplativa, que, sin necesidad de estar relacionada con la divinidad, podría ser otra práctica deseable como resultado del devenir del bienestar en el sujeto que investiga la ética.

En este mismo sentido, se puede afirmar que las virtudes “no nacen en nosotros ni por naturaleza ni contrariamente a la naturaleza, sino que siendo nosotros naturalmente capaces de recibirlas, las perfeccionamos en nosotros por la costumbre” (Ética nicomaquea, I, 1, 1103a 25). Nuevamente, en esta afirmación del autor podemos encontrar un aspecto que para esta exploración resulta valioso. En tanto las virtudes no son un atributo derivado de la naturaleza ni tampoco contrario a ella, puede afirmarse que de allí se deriva la capacidad de elegir la posibilidad de formarlas, según el momento vital de cada quien, pero con la certeza de que, por naturaleza, el ser humano está habilitado para recibirlas. 

Siendo así, y continuando con una especie de actualización del planteamiento aristotélico sobre la investigación ética o sobre la práctica de la virtud, vale acoger con una variación el siguiente aparte: “No es de poca importancia contraer prontamente desde la adolescencia estos o aquellos hábitos, sino que la tiene muchísima, o por mejor decir, es el todo.” (Ética nicomaquea, I, 1, 1104a 13).

En este mismo sentido, aunque con una orientación diferente a la que se busca en este acápite de replanteamiento de los presupuestos, Berti hace una anotación sobre un asunto central, que no puede ser olvidado al momento de actualizar la doctrina aristotélica. Este comentarista (1998) sostiene lo siguiente:

Aristóteles, con su habitual realismo, es decir, con la conciencia ya manifestada acerca de la insuficiencia del solo conocer a fin de actuar bien, considera más necesaria, para ese fin, una buena educación, actualizada por medio de buenos hábitos, que un conocimiento exacto del porqué (125).

Este aparte ilustra con suficiencia la prevalencia de la acción sobre el conocimiento en la investigación ética aristotélica, que, sin lugar a duda, tendrá que ser el derrotero en la exploración de la posibilidad de que los niños puedan embarcarse en una empresa como la de aprender la búsqueda del bien y de lo justo, no como entrenamiento sino como práctica en estricto sentido.

Finalmente, en este capítulo, vale agregar que, en el replanteamiento de los presupuestos, no puede dejar de faltar la necesidad de que las relaciones entre adultos y menores de edad dejen de estar basadas sobre un presupuesto de superioridad de los unos sobre los otros. En las páginas anteriores se hizo una revisión de algunas de las razones por las que eventualmente se podría justificar tal superioridad y el análisis no arrojó unos resultados satisfactorios. Esto no quiere decir que los padres dejen de ejercer autoridad, pero es una que se deriva de la cooperación y del amor, no del brutal argumento de la fuerza. 

LA CONCEPCIÓN ARISTOTÉLICA DE LA INVESTIGACIÓN ÉTICA

Lo que se requiere para hacer investigación ética

Para contestar a la pregunta acerca de los requerimientos para que un sujeto pueda hacer investigación ética, es necesario remitirse en buena medida a lo tratado en el anterior capítulo de este trabajo. Ahora bien, dicha pregunta también puede ser respondida desde un punto de vista más analítico y sistemático, como el que acostumbraba Aristóteles en sus obras. 

En este orden de ideas, es acertado empezar por una de las máximas que se encuentran en su Ética nicomaquea, cuando el filósofo pretende establecer un método o un orden en los procesos de aprendizaje, de la siguiente forma: 

lo incuestionable es que es preciso comenzar partiendo de lo ya conocido. Pero lo conocido o conocible tiene un doble sentido: con relación a nosotros unas cosas en tanto que otras absolutamente; y siendo así, habrá que comenzar tal vez por lo más conocible relativamente a nosotros (Ética nicomaquea, I, 4, 1095b 2). 


En este sentido, se debe afirmar que la investigación ética en el contexto aristotélico debe partir de aquello que ya se conoce. Lo problemático en este planteamiento es establecer lo que ya es conocido en términos del aprendizaje ético de un sujeto.

Se podría suponer que lo ya conocido por alguien que vaya a iniciar con su proceso de investigación ética es todo lo que haya aprendido previamente, sus experiencias, sus conocimientos y, en lo específico de la ética, los aprendizajes que haya obtenido a manera de “educación moral”; esto último no resulta ser la ética en tanto tal, sino solo unos primeros pasos o una propedéutica que tiene la potencialidad de convertirse en investigación ética si el sujeto logra cumplir con los requisitos que Aristóteles establece para quienes quieran acceder a la virtud, a través de su propia investigación.

Es en este punto donde se encuentra uno de los quiebres que van descartando, a lo largo de la obra aristotélica, a quiénes pueden acceder al privilegio de la investigación ética. Se podría interpretar fácilmente que quienes han recibido una educación moral que no vaya de acuerdo con los presupuestos de contexto y teóricos que considera Aristóteles serían sujetos incapaces de adelantar una investigación que tuviera posibilidades de entregar el premio de la virtud. Vale la pena afirmar que el autor pretendía criar una especie de ciudadanos que fuesen idóneos en la gestión de la política y de los asuntos públicos y, siguiendo esa buena intención, estableció un sinnúmero de requisitos y cualidades para que solo unos pocos pudieran llegar a tal grado de perfeccionamiento moral, de modo tal que resultaran los mejores magistrados o legisladores para el buen éxito de la ciudad.

Pero volvamos sobre lo que debe haber obtenido el sujeto que aspira a realizar su investigación ética en sentido aristotélico. Puede inferirse, después de una revisión general del planteamiento ético del autor, que el sujeto debe haber tenido una introducción en la que haya pasado por diversos aprendizajes y ellos deberán haber sido impartidos en un contexto en el que su madre, su padre, los adultos que lo rodean, o sus maestros, lo habrán preparado para ese momento de investigación ética, que se da luego de haber terminado la juventud, suponiendo que así se le puede llamar a la etapa en la que Aristóteles llama “jóvenes” a quienes ya no son niños. Definitivamente lo sensorial juega un papel importante en el acervo que recoge el niño y el joven, pero no se limita a este aspecto. Es claro por el contexto que no entiende aquí por “experiencia” simplemente el conocimiento sensible, es decir, las “sensaciones”, sino la experiencia de la vida, “esto es el conocimiento repetido de ciertas situaciones debido al hecho de haberlas vivido” (Berti, 1998, p. 123).

No puede considerarse un argumento menor aquello resaltado por Berti con respecto a la repetición. Tanto Aristóteles como este comentarista dejan claro que, en el camino hacia la investigación, es preciso haber frecuentado una y otra vez algún tipo de experiencias y de conocimientos, que vayan creando un fundamento para el desarrollo de una indagación ética adulta. De ello se puede deducir que, si el conocimiento y la experiencia no responden a ciertos mínimos y a determinadas características, el adulto no tendría la posibilidad de empezar un camino hacia la felicidad y la virtud. Y, si fallidamente lo iniciara, el resultado va a estar alejado del éxito.

En este mismo sentido, nuestro filósofo recalca que “un día ni un corto tiempo hacen a nadie bienaventurado y feliz” (Ética nicomaquea, I, 7, 1098a 19). La investigación ética del adulto, varón, ateniense, no incontinente, podrá tener alguna viabilidad si el sujeto emprende un camino largo, fundado en la creación infantil y juvenil de hábitos, de movimientos repetitivos que creen un ambiente propicio para el camino de un aprender a vivir con la felicidad y la virtud como posibilidades. Se trata de un proceso en donde siempre van a existir momentos de prueba y error, tal como el que en páginas anteriores se mencionaba, al referirse al arquero que tira, se equivoca, vuelve a tirar y se vuelve a equivocar, pero en menor grado, pero intenta de nuevo y acierta y, desde ese momento, puede volver a acertar o a equivocarse. Todos los tiros le darán nueva forma a ese movimiento repetitivo que representa la investigación ética. No hay un final para la investigación ética. Se podría llegar a refinamientos temporales y a mejores estados, pero no se posee la felicidad, ni la virtud, ni la ética; se experimentan desde el alma con los derroteros que dicte la virtud.

Educación moral e investigación ética

Aristóteles no podría haber incurrido en el error de negar el proceso vital y de aprendizaje moral de los niños o de los jóvenes. No se puede afirmar que para el autor solo sea relevante para la ciencia política el adulto que podría hacer investigación ética. Claramente los niños y los jóvenes son, por decirlo de alguna manera, la esperanza de la ciencia política, porque ellos serán quienes luego podrían hacer esta investigación, como parte de la ciudad y para encargarse de los asuntos públicos. Sin embargo, la etapa infantil no es considerada por el autor como un objeto de estudio en la Ética nicomaquea; en tanto los niños no podrían ser sujetos de una investigación ética; no obstante, será necesario prepararlos, así la preparación resulte ser similar a la que se le podría dar a un animal. 

En desarrollo de lo anterior, Aristóteles afirma que 

la virtud moral, por tanto, está en relación con los placeres y los dolores. Por obtener placer cometemos actos ruines, y por evitar penas nos apartamos de las bellas acciones. Por lo cual, como dice Platón, es preciso que luego desde la infancia se nos guíe de modo tal que gocemos o nos contristemos como es menester, y en esto consiste la recta educación (Ética nicomaquea, II, 3, 1105a 1). 


No podría pasarse por encima sobre lo poderosa que resulta esta afirmación como enseñanza general, porque Aristóteles está dando una clave que puede ser uno los derroteros para que los hombres puedan acceder a la felicidad y para que los niños y jóvenes puedan aspirar a ser sujetos de una investigación ética. Lo que se puede derivar de la mencionada afirmación es que buscar el placer y evitar el dolor puede ser una mala decisión y alejaría al sujeto del cultivo moral. Lo anterior no quiere decir que se deba buscar el dolor o evitar el placer. Si el placer llega puede ser disfrutado; y, si hay la posibilidad de cesar el dolor, resulta loable ejecutar los actos propios para dejar de sufrir.

Por otro lado, y refiriéndonos a la frase citada en el anterior párrafo, Aristóteles sostiene que los niños viven dominados por sus pasiones y, en este sentido, no podrían realizar una investigación ética, porque para ello será necesaria una racionalidad que logre apartarse de los llamados pasionales para tomar decisiones que permitan la experimentación que conforma una investigación ética. 

No cabe duda pues, que esta 

es la razón por la cual es menester que haya sido educado en sus hábitos morales el que quiera oír con fruto las lecciones acerca de lo bueno y de lo justo, y en genera de todo lo que atañe a la cultura política. En esta materia el principio es el hecho, y si este se muestra suficientemente, no será ya necesario declarar el porqué. Aquel que esté bien dispuesto en sus hábitos, posee ya los principios o podrá fácilmente adquirirlos” (Ética nicomaquea, I, 4, 1095b 2). 


Esta es una de las afirmaciones centrales de Aristóteles, en la que se logra ver con claridad que el adulto que hace su investigación ética tuvo que haber pasado por cierto proceso en su niñez y juventud, porque, de otra manera, no contaría con el fundamento necesario para hacerla.


Actos voluntarios e involuntarios

En este punto es medular revisar los conceptos de los actos voluntarios y los involuntarios, porque de esta forma empezamos a recorrer el camino hacia una de las conceptualizaciones que actúan como bisagra en la ética aristotélica. Me refiero a la elección, que será estudiada más adelante en este escrito. La elección forma parte de los actos voluntarios, pero no todos los actos voluntarios son electivos, como lo recalca nuestro filósofo. Según la Ética nicomaquea todo lo elegido es voluntario, pero no todo lo voluntario requiere una elección propiamente dicha. Por ejemplo, caminar es un acto voluntario, pero no tenemos que hacer una deliberación previa para caminar. Este punto es muy importante, porque Aristóteles sostiene que los niños participan de lo voluntario, aunque no hagan elecciones. (Ética nicomaquea, III, 2, 1111b 7). En este orden, podríamos acercarnos a una definición aristotélica de los actos voluntarios y los involuntarios, a través del siguiente aparte: 

Siendo, pues, lo involuntario, producto de la fuerza y la ignorancia, lo voluntario se muestra ser, por contraste, aquello cuyo principio está en el agente que conoce las circunstancias particulares de la acción. Y así, lo más probable no se puedan llamar involuntarios los actos ejecutados a impulso del apetito irascible o del apetito concupiscible. Si así fuese, tendríamos, en primer término, que ninguno de los demás vivientes obraría voluntariamente, ni siquiera los niños (Ética nicomaquea, II, 3, 1111a 20). 


En este orden de ideas, en la concepción aristotélica, tanto los niños como los animales participan de los actos voluntarios y obviamente de los involuntarios. En los actos voluntarios no se presupone una deliberación, solo es necesario que el agente haya conocido con anterioridad las circunstancias particulares de la acción, además de poseer el principio para actuar. Ello puede constatarse en la situación en la que un caballo se abstenga de pasar sobre un “quiebrapatas”, porque en el pasado lo intentó y se lastimó o porque su madre o sus mayores le indicaron, sea como sea que se comuniquen los caballos, que se debe abstener de pisar una superficie irregular con trampas en las que sus patas se atasquen y se puedan fracturar. En este ejemplo del caballo, el agente cuadrúpedo tiene el principio de la acción y conocía sus circunstancias particulares; de esta forma ejecuta un acto voluntario al no pasar sobre la trampa que lo puede dañar. 

Al igual que los caballos, el niño recién nacido se acerca al pecho de su madre, de manera voluntaria, después de que conoce, en sus primeras ejecutorias, que de allí sale un líquido blanco que calma su hambre y su sed. Se puede afirmar que la primera o las primeras veces que el bebé mama, lo hace de forma involuntaria, porque no conoce las circunstancias particulares, pero rápidamente este acto se convierte en voluntario porque el neonato logra conocer estas circunstancias y como agente cuenta con el principio para ejecutarlo cuando el pecho está a su alcance.

Por otro lado, en los caballos un acto involuntario se puede ilustrar a través de un ejemplo de fuerza o ignorancia. La fuerza atiende a lo irresistible, a lo que depende, por ejemplo, de la naturaleza o del mismo instinto. Un acto involuntario derivado de la fuerza en un caballo podría ser aquel en el que el animal reacciona galopando inconteniblemente ante la caída de un rayo cerca de donde se encuentra. El rayo crea una reacción en el caballo que no está mediada por el conocimiento de la acción, el animal reacciona corriendo para protegerse y este es un acto involuntario. Ahora bien, en el caso del caballo, un acto involuntario derivado de la ignorancia se puede presentar cuando el animal desconoce que, después de haber llovido, las piedras y la tierra pierden firmeza, e intenta pasar por un camino empinado que usualmente transita, con la mala suerte de trastabillar, perder el equilibrio y rodar por un barranco. Definitivamente el caballo no actuó voluntariamente para caer, pero fue una actuación involuntaria derivada del desconocimiento de las circunstancias de esa acción.

Por su parte, el niño también participa de los actos involuntarios que, se insiste, son los derivados de la ignorancia o de la fuerza. A manera de ejemplo, el niño que escala un armario solo quiere explorarlo y tocar lo que hay adentro, pero desconoce que al trepar puede desestabilizarlo y tumbarlo. El niño no conoce el comportamiento físico del armario y lo tumba involuntariamente por su ignorancia.

Pese a que, en el terreno del estudio ético, es fundamental analizar y clasificar los diferentes actos humanos y, como en este aparte, revisar cuáles son las características de los actos involuntarios y de los voluntarios, debe quedar claro que aquellos involuntarios no son relevantes en este estudio porque en ellos no media la agencia del humano; solo son actos que se derivan, de una u otra manera, de un efecto de acción y reacción en el que no existe la posibilidad de hacer uso del conocimiento de una u otra circunstancia y en el que el principio no está en el agente, sino en algo externo.

De este modo, quedan como posibles actos relevantes para la ética los actos voluntarios; ello es cierto parcialmente, porque no todos se pueden incluir en esta categoría. En el acto voluntario de mamar del pecho de la madre humana no hay un suceso de relevancia ética; solo hay una actividad humana que no podría ser calificada como correcta o incorrecta en términos éticos, máxime cuando no hay la necesidad de revisar si este acto se ajusta a alguna de las virtudes que son ampliamente explicadas en la Ética nicomaquea.

Siendo así, solo una parte de los actos voluntarios son relevantes en la ética y en el estudio ético. Ellos son los actos que son susceptibles de subsumirse en la definición de alguna de las virtudes aristotélicas y que, dependiendo de la decisión del agente, podrán acertar en el blanco o desviarse por exceso o por defecto. Esta es la operación ética frecuente de un sujeto que esté ejerciendo su investigación ética. En este escenario se hace necesario abordar la elección y su procedimiento adjunto, la deliberación. Esto será el objeto del siguiente aparte. 

Deliberación y elección

Tal como se anunció en anteriores renglones, en la deliberación y la elección será posible encontrar los principales elementos para abordar la discusión que se pretende dar en el presente trabajo. La razón para que ello sea así es que, de lograr argumentar que los niños pueden acceder a este proceso deliberativo y a su resultado electivo, será preciso concluir que pueden hacer una investigación ética, obviamente con características distintas a la de un adulto.

Según nuestro filósofo, de “lo voluntario participan los niños y los demás animales, pero no de la elección” (Ética nicomaquea, III, 2, 1111b 6). Con esta frase, Aristóteles cierra la discusión que pretendemos reabrir en este trabajo. Si aceptáramos como un canon esta sentencia, tendríamos que concluir que los niños no pueden participar de la elección y, por ende, no podrían ser sujetos éticos. Independientemente de lo que podamos opinar veinticuatro siglos más tarde, ese era el planteamiento del autor.

En el anterior aparte se abordó lo voluntario y lo involuntario, para ir descartando objetos de estudio y acercarnos al que más nos interesa En el presente aparte nos adentraremos en la “preferencia volitiva o elección”. Sostiene Aristóteles que la elección “se nos presenta como lo más propio de la virtud” (Ética nicomaquea, III, 2, 1111b 5). Si la elección es lo más propio de la virtud, se puede afirmar, sin lugar a equívocos, que la elección es el resultado de un proceso cuya finalidad es la virtud; y, así, su finalidad final es la felicidad. De esta forma, quienes pueden acceder a la elección, pueden acceder a la virtud y, por ende, a la felicidad, si bien solo en potencia, porque para lograrlo es preciso recorrer el camino riguroso que deben transitar quienes serán los gestores de las decisiones públicas de la colectividad, de la ciudad.

El autor hace una clasificación neurálgica cuando contrapone el deseo a la elección. Al primero, lo asocia con la mera búsqueda de los fines y, a la segunda, la conecta con los medios. Es así como plantea que el “deseo, en suma, mira sobre todo al fin de la acción, mientras que la elección, por su parte, a los medios” (Ética nicomaquea, III, 2, 1111b 27). 

A partir de la anterior explicación, se puede comprender el constante emparejamiento que realiza el autor entre animales y niños. En su entender, los niños y los animales son esclavos de sus pasiones porque solo propenden hacia una finalidad, sin reparar en los medios para conseguirla. Este es uno de los aspectos que más adelante se problematizarán, porque, en el contexto actual, será necesario revisar las características de los niños, indagar sobre sus procesos y traer a la mesa los avances sobre el estudio de la niñez que, para aquella época griega, eran un territorio inexplorado.

Sin embargo, el mismo Aristóteles nos dejó abierta una pequeña brecha para entrar a su caja lógica y sistemática. Al reducir la explicación de la elección, establece que “en una palabra, se ejerce sobre lo que depende de nosotros” (Ética nicomaquea, III, 2, 1111b 29). Si lo anterior resulta verdadero, tendremos que ir desmenuzando en este trabajo qué es aquello que de nosotros depende y si logramos incluir a los niños en un “nosotros”, lograremos demostrar que los niños pueden elegir y, por ende, acceder a la virtud y, por ello, a la felicidad.

Ahora bien, el autor amplía la mencionada brecha cuando afirma que somos “buenos o malos según que elijamos el bien o el mal, y no porque opinemos en tal o cual sentido” (Ética nicomaquea, III, 2, 1112a 1). No se trata, pues, de hacer conversaciones profundas o elucubraciones sobre la opción maligna o la benigna, en las cuales posiblemente los niños no participarían porque les aburrirían, pero al momento de la acción, de lo práctico, es posible que puedan elegir entre lo bueno y lo malo. Si lo anterior resulta verdadero, tendremos que concluir que son sujetos éticos. Pero no nos apresuremos y mejor continuemos revisando lo planteado por el Estagirita o por sus comentaristas.

Para lograr una mejor comprensión de este asunto, podemos acoger lo siguiente: “El punto es que cada uno hace alguna elección y actúa de alguna manera o de otra en estas esferas: si no hace lo correcto, entonces hará lo incorrecto” (Nussbaum & Sen, 1998, p. 324). Este planteamiento recalca la vital preponderancia de la acción, de lo práctico sobre las opiniones o elucubraciones, que, en todo caso, no son desdeñables. La diferencia entre lo correcto y lo incorrecto está en haber elegido lo bueno o lo malo, respectivamente. En la explicación de Nussbaum y Sen, se puede detectar un marcado carácter dicotómico en el resultado de la elección. Se elige lo correcto y, por ende, el bien o se elige lo contrario y, por tanto, el mal. Se actúa bien o mal como consecuencia de las elecciones. Este es, pues, el contenido más sencillo de un estudio ético: hablamos de la posibilidad de elegir entre lo que es bueno o malo en el contexto preciso del agente, del sujeto.

Ahora bien, los mismos autores (1998), al comentar sobre la ética aristotélica, imprimen un cierto aire de actualización de lo planteado por el filósofo griego al considerar una posibilidad de laboratorio, la cual explican como la situación de 

aislar una esfera de la experiencia humana que figura más o menos en cualquier vida humana y en la que más o menos todo ser humano tendrá que hacer algunas elecciones en vez de otras, y actuar de alguna manera en vez de otra (p. 322). 


Vale la pena resaltar que los autores contemporáneos no limitan la elección a una facultad con la que solo podrían contar los sujetos calificados aristotélicos de la ética. En cualquier vida humana habrá elecciones. Esto no es suficiente para sostener que cualquier vida humana puede ser susceptible de hacer una investigación ética, pero suaviza el planteamiento aristotélico en contra de la viabilidad de la investigación ética en niños.

El mismo Aristóteles recalca lo anterior de la siguiente manera: “La elección, en efecto, va acompañada de razón y comparación reflexiva; y la palabra misma parece sugerir que la elección es tal porque en ella escogemos una cosa de preferencia a otras” (Ética nicomaquea, III, 2, 1112a 17). No debe pasar desapercibida la forma en plural que el texto original utiliza para describir aquello que se descarta cuando se elige algo. Pueden ser varias las demás opciones que se presentan al momento de elegir una cosa. Elegimos una y descartamos varias. No necesariamente todas las demás serían incorrectas, pues no existe una única posibilidad correcta y, por ende, que represente el bien. 

En este punto en el que hemos comentado algunos aspectos sobre la elección, que se percibe como el resultado de un proceso en el que se consideran diversas opciones, se comparan y se hace uso de la razón. Este proceso es denominado en la ética aristotélica como la deliberación. 

Para empezar, vale la pena anotar que “no toda investigación es una deliberación, por ejemplo, las matemáticas; pero sí, en cambio, toda deliberación es una investigación” (Ética nicomaquea, III, 3, 1112b 21). Así pues, la deliberación no es cualquier proceso en el que se elucubra o se argumenta; además, la deliberación parte de un principio fundamental, a saber, que solo podemos ejercitarla sobre los asuntos que tienen como causa las decisiones propias: “Deliberamos, pues, sobre las cosas que dependen de nosotros y es posible hacer” (Ética nicomaquea, III, 2, 1112a 32). En este orden de ideas, además de que el objeto de la deliberación solo puede versar sobre lo que depende de los seres humanos, o de los hombres si se va a usar el lenguaje aristotélico, es requisito que sea posible de hacer. Así, por ejemplo, no podría deliberarse sobre la posibilidad de convertir la montaña tutelar de Bogotá, Monserrate, en una montaña de oro, porque ello no sería posible. Se puede deliberar sobre hacer minería en esa montaña y la deliberación sería sobre lo correcto o lo incorrecto de acometer dicha empresa. Así pues, debe quedar claro que “deliberamos sobre todas las cosas que se verifican por nuestra intervención” (Ética nicomaquea, III, 3, 1112b 4).

Medular para la discusión de este trabajo resulta el hecho de que el objeto de la deliberación son los actos que dependen del agente, así como que se delibera sobre los medios y no sobre los fines. El autor lo sentencia de la siguiente manera: 

el hombre es el principio de sus actos … la deliberación recae sobre las cosas que pueden hacerse por él, y que los actos, a su vez, se ejecutan para alcanzar otras cosas. El fin, además, no es deliberable, sino los medios” (Ética nicomaquea, III, 3, 1112b 33). 


Será, pues, una de las tareas en estas páginas indagar si es posible considerar factible que los niños investiguen y, más aún, puedan deliberar sobre los medios que conducen a algo particular y no solo sobre el fin que persiguen. En este sentido, será necesario seguirnos preguntando sobre lo que puede ocurrir en una situación como la siguiente: una niña de ocho años, que tiene deseos de algo dulce detecta que un bebé de tres años está chupando un chocolate. La niña tiene varias posibilidades: (1) acercarse al bebé y raparle el chocolate; (2) abstenerse de raparle el chocolate; y (3) buscar otra fuente para satisfacer su deseo de chocolate. Si la niña de esta situación no fuera humana, no habría acá un suceso de relevancia ética. Esta existe en tanto la niña tiene un fin: saciar su deseo de dulce. Sobre este fin no tiene que investigar, es preciso investigar sobre los medios a través de los cuales puede saciar su deseo. Tiene varias opciones para hacerlo. En el fenómeno humano, rapar el chocolate ajeno es usualmente considerado incorrecto; por ende, al elegir esa opción, si consideráramos que la niña es un sujeto ético, tendríamos que decir que su actuar sería malo o inadecuado. Sería preciso saber si la niña, antes de escoger el camino para saciar su deseo, efectúo razonamientos y comparaciones reflexivas en las que decidió una u otra de las diversas opciones. Si así fue, la niña estaba en un momento de su investigación ética y al decidir no rapar el chocolate, optó por lo correcto.

Adentrándose en las reflexiones aristotélicas sobre este particular, podemos encontrar que “todo el que indaga cómo ha de obrar cesa en esta operación cuando refiere a sí mismo el principio de la acción, y más concretamente a la parte gubernativa del alma, que es la que elige” (Ética nicomaquea, III, 3, 1113a 2). En este aparte llegamos a una de las explicaciones más profundas y poderosas del proceso electivo, a una anatomía de la decisión ética de la elección si se quiere. Nos recuerda Aristóteles que, en su visión, el alma tiene varias partes y la que es relevante para la elección es la que él llama “gubernativa”. Esa parte del alma se nos presenta como un proceso o una función que ejerce la labor de escoger entre diversas opciones, con razonamientos y con comparación reflexiva, tras haber efectuado un proceso de deliberación.

Ahora resulta importante tener alguna comprensión sobre lo que Aristóteles entendía por alma. Este concepto o entidad, como tantas otras, puede ser definida o concebida de las más diversas formas y en el caso aristotélico hay una específica que puede entenderse en el siguiente comentario: 

La primera descripción general del alma que da Aristóteles viene a ser esta: que una criatura tenga alma es que sea un cuerpo natural orgánico capaz de funcionar. La segunda descripción general explica simplemente cuáles son esas funciones. Así pues, las almas de Aristóteles no son pedazos de los seres vivos; no son trocitos de material espiritual colocados dentro del cuerpo vivo; por el contrario, son conjuntos de poderes, capacidades o facultades. Poseer un alma es poseer una habilidad. La habilidad de un hombre hábil no es una parte de él, de la que dependen los actos hábiles; del mismo modo el animador o la fuerza vital de una criatura viva no es una parte de ella, de la que dependen las actividades vivientes (Barnes, 1999, p.112).

En este orden de ideas, y gracias a la explicación de Barnes, es posible desmitificar al alma, quitarle esa aura mágica, ese halo misterioso, para centrarnos en un aspecto meramente funcional que pareciera aludir al movimiento a un aspecto casi maquinal que atañe a la operación del cuerpo de los seres vivos. Si solo esa fuera la definición de alma, tanto los animales como los niños estarían dotados de una. 

Por otro lado, si el alma se reduce a “poderes, capacidades o facultades”, a poseer habilidades, también los niños tienen un alma en el contexto actual y en el aristotélico. Lo más importante de esta definición es que el alma no es presentada por Aristóteles como un motor interno que crea actividad externa; el alma parece ser más un proceso que un dispositivo, un órgano o una sustancia.

Puede ser confuso cuando Aristóteles menciona las partes del alma, como si fuera un órgano que se divide en diferentes pedazos, con misiones diferentes; así, cuando se refiere a la parte gubernativa, que es la que elige, debe quedar claro que ese lenguaje lo usa para explicar las diferentes funciones o habilidades de un conjunto más grande de poderes o capacidades.

Habiendo revisado en alguna medida lo que puede ser el alma para Aristóteles, podemos volver sobre el proceso de deliberación y su resultado ético, la elección, con un aparte que establece una definición precisa: 

siendo lo elegible algo que, estando en nuestra mano, apetecemos después de haber deliberado, la elección podría ser el apetito deliberado de las cosas que dependen de nosotros, toda vez que, por el juicio que formamos después de haber deliberado, apetecemos algo conforme a la deliberación (Ética nicomaquea, III, 3, 1113a 7).


En el aparte citado, es preciso resaltar que tanto la deliberación como la elección son procesos en los que todavía no se verifica la acción. En ellas ocurre una actividad propia del intelecto, en la que se acude a la comparación reflexiva propia de la deliberación, donde se analizan los diferentes posibles cursos de la acción y se revisa si, en las opciones existentes, una o varias son correctas y, por ende, susceptibles de ser buenas. Finalmente se llega a la elección, que se nos presenta más como una apetencia que como una acción ejecutada, eso sí, como una apetencia de lo correcto, de lo bueno, pero que puede quedarse en el mundo intelectual o de las ideas si no se lleva a la acción a través de los actos del sujeto que ha deliberado y elegido.

La formación en la virtud y la virtud en general como presupuesto de la felicidad

Si la felicidad “es cierta especie de actividad del alma conforme a la virtud” (Ética nicomaquea, I, 9, 1099b 25), teniendo por alma lo que revisamos en el anterior acápite de este trabajo, es evidente que la felicidad es el bien supremo, el bien de los bienes al que podemos aspirar quienes hagamos una investigación ética. Pero, en términos aristotélicos, solo algunos sujetos tendrían la capacidad para aplicar a ese proceso. Definitivamente los niños y los jóvenes están excluidos, al igual que las mujeres, los adultos incontinentes o inmaduros; solo un grupo selecto podría aspirar a ella, a través de la formación de la virtud.

La virtud es un proceso, no un resultado susceptible de ser aprehendido. La virtud se cultiva o se construye paso a paso, con prueba y error. El hombre virtuoso de Aristóteles no es una deidad perfecta que va por el mundo sin cometer errores. Si así fuera, la ética sería irrelevante, pues, al no haber posibilidad de equívoco moral, no sería necesario deliberar, comparar reflexivamente las diversas opciones de acción y no sería preciso elegir un acto ético de trascendencia política, pues los sujetos siempre actuarían bien, sin necesidad de un razonamiento y una acción correspondiente.

De esta forma, el proceso de hacer pruebas e incurrir en errores que mencioné arriba, debe buscar acertar en el centro del blanco, esto es, en el punto medio entre dos comportamientos; por un lado, uno que rebase por exceso lo razonable y lo justo y otro que lo haga por defecto. En un comentario de Gómez Robledo se encuentra que 

el mismo Aristóteles dice bien claramente que si en algún sentido puede decirse de la virtud que es una posición intermedia entre dos vicios: uno por exceso y el otro por defecto, desde el punto de vista del bien y de la perfección es siempre un ‘pináculo’ o un ‘extremo’ (Ética nicomaquea, Introducción de Gómez Robledo, XIX).


Queda claro que la significación espacial de la virtud, cuando es dibujada como unas coordenadas que se ubican equidistantemente entre el exceso y el defecto de un vicio, sirve para ilustrar una parte procedimental de la disquisición ética y para explicar que el sujeto ético puede efectuar una comparación reflexiva entre un extremo vicioso y su contraparte. Quien desarrolla su investigación ética, quien delibera, está frecuentemente revisando cuál sería esta posición intermedia, para escoger un curso de acción, para elegir. Esta comparación es parte del proceso de escoger lo correcto y, cuando esto se convierte en hábito, la virtud empieza a formarse. 

Sin embargo, esta es la significación que usó Aristóteles para explicar el proceso de deliberación, teniendo en cuenta que cuando se va a situar al bien o a la perfección, debe concebirse como lo más alto, como el extremo único y admirable de los diversos cursos de acción que debe comparar un sujeto ético antes de elegir uno.

Ahora vale la pena revisar una de las concepciones aristotélicas que puede ser uno de los principales argumentos para fundamentar la incapacidad infantil para llevar a cabo una investigación ética. Pareciera que nuestro filósofo ve en la niñez cierto estado de imperfección intelectual y moral. Indica el autor que desde “la primera infancia se desarrolla en todos nosotros el sentimiento de placer; por lo cual es difícil desembarazarnos de una afección que colorea nuestra vida.” (Ética nicomaquea, II, 3, 1105a 1). Al designar al placer como una afección se podría interpretar que el Estagirita está queriendo resaltar una imperfección innata de los seres humanos o de los hombres que son los sujetos éticos de su estudio. Pareciera ser que la formación de la virtud tiene mucho que ver con deshacernos o, en sus términos, desembarazarnos de las consecuencias negativas que podría representar la búsqueda del placer. Y, en alguna medida, para el aprendizaje ético esto es importante, si bien vale la pena decir que un estudioso de Aristóteles sostendría que la anterior es una interpretación discutible. Incluso diría que errónea, pues identifica “afección” con “imperfección”, cosa que no hace Aristóteles. Una “afección” es solo “algo que se padece”, un “pathos”, algo que nos ocurre, que nos pasa, que nos sucede de una forma hasta cierto punto inevitable. Pero de allí no se sigue que se trate de “una imperfección innata de los seres humanos.” Diría este estudioso que no es demostrable que Aristóteles sostuvo en parte alguna que el placer es una manifestación de imperfección del ser humano; es simplemente solo algo que le sucede y con lo tiene que contar, aunque no pueda ser ciertamente un fin de la acción. 

En este orden, buscar el placer puede ser dañino para el proceso de una investigación ética y puede ser dañino para la niña o para el niño que se está preparando para su aprendizaje ético; ahora bien, este es momento de quebrar una lanza contra un planteamiento de Aristóteles. El placer no puede ser un problema, no debe ser algo de lo que nos debemos desembarazar para poder tener éxito en la investigación ética. No. Los hombres adultos -que son los sujetos éticos aristotélicos, y no las mujeres, niños y en general los seres humanos- no necesitamos tener una visión que reproche el placer en tanto tal. Lo que no cabe duda es que vivir una vida en búsqueda de placer es un despropósito y, además, es un camino seguro al fracaso, no solo en lo ético, sino en general.

Nuestro filósofo sostiene que “nadie escogería vivir teniendo toda su vida una mentalidad infantil, por más que recibiera el mayor placer posible de las cosas que agradan a la infancia” (Ética nicomaquea, X, 3, 1174a 1). No es del todo claro el sentido de esta frase citada, pero vendría bien analizar algunos elementos que nos pueden servir para seguir estructurando una comprensión sobre la formación de la virtud. En la opinión de Aristóteles, la mentalidad de los niños parece ser un estado no deseable en el que hay ciertas cosas que les resultan agradables por el mero hecho de ser infantes. Y puede ser una generalización correcta: los niños gozan insaciablemente de hechos y situaciones que los adultos nunca podríamos si quiera apreciar. Pareciera que, para el Estagirita, la niñez, si es que era considerada por él, era un estado en el que los sujetos podrían llegar a ser adultos y, por ende, tenían la potencialidad de ser sujetos éticos y, con ello, participantes de la vida política de la ciudad. Parece haber cierta irrelevancia de los niños en la política y en la ética. En este trabajo se planteará más adelante que, además de que los niños son relevantes para la ética, son sujetos democráticos que deberían tener mayores posibilidades de decisión en los destinos públicos.  

De esta forma, el camino de la formación de la virtud es el camino que conduce a la felicidad y, en términos aristotélicos, es un camino riguroso en el que, en primer lugar, el niño debe empezar a ser formado en sus hábitos, en tanto la construcción de la virtud necesitará de la repetición y la reiteración de ciertas acciones para convertirse en una herramienta que pueda brindar la felicidad. En la siguiente frase, el filósofo establece dos requisitos de alto grado para lograr la felicidad: “Para la felicidad es menester […] una virtud perfecta y una vida completa” (Ética nicomaquea, I, 9, 1100a 5). Es necesario indagar a qué se refiere Aristóteles con completitud de la vida. Puede tener que ver con haber vivido una buena cantidad de años lo cual, de tajo, excluiría a los niños de la posibilidad de acceder a la felicidad, al menos a esa felicidad de la que hemos sido lectores en la Ética nicomaquea. Dentro del sistema aristotélico, tiene todo el sentido que la felicidad sea alcanzada luego de una vida completa, porque la formación de la virtud se ejercita en la adultez. A partir de lo planteado por Aristóteles, lo que ocurre en la niñez y en la juventud son meras preparaciones para la formación de la virtud. El hombre adulto y con ciertas características, definitivamente no el incontinente ni el inmaduro, pueden acceder a ese camino de formación de la virtud. La virtud se va formando o cultivando, pues, luego de la repetición de ciertas acciones que se adecúen a lo correcto, de ciertos actos que apunten a un blanco equidistante entre el exceso y el defecto.

La virtud se forma en la práctica y no en la ideación o la conceptualización. Esto no quiere decir que sea un proceso ajeno a la razón porque, por ejemplo, para deliberar y elegir si una actuación está en el punto medio entre el exceso y el defecto, se necesita de la razón, pero el acto ético se realiza en la ejecución de lo elegido. “La referencia del término virtud en cada caso está fijada por la esfera de la experiencia, por lo que de ahora en adelante denominaremos ‘la experiencia terrenal o mundana’” (Nussbaum & Sen, 1998, p. 324). Esta experiencia que mencionan los comentaristas aristotélicos es aquella relevante para la ética y la política. Es el acto práctico que influye en los designios públicos de la ciudad. Es terrenal y mundano porque no está en la órbita de las deidades o en el escenario de las ideas o del mero razonamiento. Es una actividad que no se queda en la conceptualización del bien o del acto moral, que no se queda en un elogio a lo correcto, sino que lo ejecuta a través de un acto conforme a la virtud.

Posiblemente, como una reacción a la concepción platónica trascendental de la ética, la inmanencia de Aristóteles se refleja en su concepción estrictamente práctica a tal punto que 

en la Ética a Nicómaco, lleva su línea de pensamiento más lejos, al sugerir que la referencia de los términos de la virtud está fijada por las esferas de la elección, frecuentemente relacionadas con nuestra característica de ser finitos y limitados, que encontramos debido a las condiciones compartidas de la experiencia humana” (Nussbaum & Sen, 1998, p. 325). 


Queda claro que Aristóteles estructura un sistema ético que se compadece de las características propias de la vida humana como aquel lapso de tiempo que tiene un final indeterminado, pero determinable; y como este discurrir en el que el Mundo en muchas ocasiones se presenta como un límite a las capacidades de los seres humanos. Esto hace que la ética aristotélica, para su época, sea una doctrina plenamente humana y humanista en la que las deidades o el mundo de las ideas son más un accesorio conveniente y no un ingrediente esencial, como en otros sistemas.

A continuación, leeremos un aparte contemporáneo, que se refiere a la ética aristotélica y que sirve para seguir revisando la formación de la virtud, pero al mismo tiempo puede ser una clave para la evolución interpretativa que se pretende en este trabajo: 

Y es posible entender el progreso en la ética, al igual que en el entendimiento científico, como el progreso en encontrar una especificación correcta más completa de una virtud, aislada por su definición débil o nominal. Un mapa inteligible de la esfera de las experiencias humanas contribuye a este creciente desarrollo. Cuando entendamos con más precisión qué problemas enfrentan los seres humanos en sus vidas al relacionarse con otros, qué circunstancias encuentran en las que se requiere cierta clase de elección, tendremos alguna forma de evaluar respuestas que comporten entre sí en esos problemas, y empezaremos a entender lo que puede ser actuar bien al enfrentarlos (Nussbaum & Sen, 1998, p. 326).

La formación de la virtud, en estos términos, parece como un proceso inacabable en el que se logra avanzar hacia una mayor especificación de lo correcto, del acto repetido que no sea excesivo ni defectuoso en el marco de la o las virtudes que se encuentren relacionadas con la situación concreta.

Adicionalmente, en el texto citado, encontramos diversas claves que le permiten al lector de Aristóteles hacer una revisión actualizada de su ética, que es en último término lo que se pretende en este trabajo. Estos comentaristas abren una posibilidad relacionada con la misma ética aristotélica, esto es, la preponderante relevancia del contexto o del entorno en la ética. Actuar bien en cierto contexto o entorno puede ser actuar mal si se cambia de circunstancias de tiempo, modo o lugar. No se trata de afirmar que estemos ante cierto relativismo, solo se debe dejar claro que, tanto en la época en la que fue escrita la obra aristotélica, como en la Edad Media y ahora, los entornos y los contextos son un gran presupuesto de lo que puede ser considerado como virtuoso, como correcto y como ajustado al bien.

Es así como, en la época de Aristóteles, la guerra era uno de los principales asuntos a los que estaba enfrentada la vida diaria. Las guerras por conseguir territorios y sumarlos a las organizaciones político-administrativas de la época eran fundamentales para la vida de muchos de los hombres. La ética de Aristóteles era un aporte a esa vida guerrerista, a esa vida en la que los hombres debían ir a la guerra y debían ser funcionales y útiles a la organización política de las ciudades.

No vamos a soñar con que hoy la guerra es un antecedente histórico desconocido para la humanidad, y menos aún en Colombia, donde hemos practicado diferentes guerras desde que empezó la supuesta República. Sin embargo, las actuales guerras son libradas por unas personas que pertenecen a los ejércitos, legales o ilegales, y solo ellas necesitarían una preparación en la virtud de la valentía guerrera que se puede conseguir de un texto como el de la Ética nicomaquea. 

Volviendo al texto citado algunas líneas arriba, los problemas que en la actualidad enfrentamos son distintos a los que enfrentaba el sujeto ético aristotélico; por este motivo, la formación de una virtud contemporánea debe responder a los problemas y avatares que enfrenta la actual humanidad, conformada en igual medida formal por todos los géneros, edades y por todas las formas de vida humana que sea posible encontrar. En este sentido, anotan los mismos comentaristas: 

Los griegos acostumbraban a pensar que la valentía era asunto de blandir las espadas; ahora tienen (nos dice en la Ética) un entendimiento más interior y más cívico y orientado a la comunidad sobre la conducta adecuada en lo que toca a la posibilidad de la muerte. Se acostumbraba a considerar a las mujeres como una propiedad, que podía comprarse y venderse; ahora esto sería considerado como una barbaridad (Nussbaum & Sen, 1998, p. 327).


Con gran cuidado interpretativo hacia un texto de más de dos milenios, en el recién citado aparte, se sostiene de manera incontrovertible, que considerar la compra o venta de una mujer sería una barbaridad. No se trata de una barbaridad en sí, porque, en el contexto de aquella época, la compra o venta de una mujer no era analizado desde el punto de vista de lo correcto o lo incorrecto. Argumentar que Aristóteles era machista, por ejemplo, sería aplicar una estructura axiológica e intelectual que para esa época era inexistente, desconocida. Machista es alguien que ahora, en las actuales circunstancias, utilice las doctrinas aristotélicas para argumentar anacrónicamente que las mujeres deben rendirle pleitesía al hombre o que aquellas son inferiores a este.

Siendo así, en la época aristotélica la formación de la virtud tenía mucho que ver con la vida en la ciudad, con la vida de los asuntos públicos gestionados directamente por los hombres, con la presencia efectiva de estos en la guerra, en contiendas violentas que se basaban en la confrontación física.

Para continuar con la elucubración sobre la formación de la virtud como medio para conseguir la felicidad es preciso seguir haciendo énfasis en los contextos, en los entornos. La ética, y en general la doctrina aristotélica, sigue siendo vigente después de más de dos milenios, porque tiene la inteligencia interna de ser actualizables y de consultar las circunstancias de cada momento, para sacar conclusiones acerca de cómo debería actuarse en una u otra situación. Si bien depende en gran medida del intérprete de estas escrituras, en tanto la filosofía de Aristóteles podría ser utilizada como fundamento de doctrinas machistas y fascistas, (como habrá podido ocurrir),  ello solo pasa porque hay errores en la lectura de los contextos y de los entornos o por una mala intención de justificar lo injustificable. 

La formación de la virtud en Aristóteles y en la actualidad también, debe ser el resultado de una educación moral en las primeras edades. También será el producto de una buena guía o propedéutica durante la juventud que deberá contar con el acompañamiento de alguien con la suficiente maestría para mostrar el camino del bien, señalar las equivocaciones y para otorgar la sabiduría para hacerse experto en la deliberación y en la consecuente elección de lo correcto sobre lo incorrecto.

La formación de la virtud es, pues, la búsqueda de esa posición intermedia que tanto se le atribuye a Aristóteles. En ese periplo de exploración, el filósofo sostiene que las emociones tienen la cabida propia que deben tener en la vida del hombre, no sin acotar que debemos “experimentar esas pasiones cuando es menester, en las circunstancias debidas, con respecto a tales o cuales personas, por una causa justa y de la manera apropiada, he ahí el término medio” (Ética nicomaquea, III, 6, 1106b 20). En este orden de ideas, la virtud se ejerce al sentir las pasiones y se ejerce al escoger un punto medio entre dos vicios, uno por exceso y el otro por defecto. La búsqueda de la virtud consiste en experimentar de manera frecuente y sistemática situaciones en las que sea preciso deliberar y elegir, con el fin de acertar en este término medio.

De este modo, el ejercicio o práctica de la virtud es la búsqueda de la felicidad, tal como lo presenta Agnes Heller: “El fin de la vida, sostiene Aristóteles, es la felicidad, y la virtud es un instrumento de esta” (1983, p. 362)

Volviendo sobre anteriores líneas de este trabajo y a la fuente original de la doctrina que estamos estudiando, cabe resaltar la gran importancia de los hábitos y de la formación de estos, en el camino hacia el logro de la virtud. No es menor que el filósofo considere que en la niñez será necesario un aprendizaje encaminado a establecer hábitos en la juventud. El autor habla de los movimientos repetitivos que constituyan hábitos. Esta forma de preparación para la ética, en Aristóteles, es un paso previo a la investigación ética, a la que, según el Estagirita, solo pueden acceder ciertos hombres que hayan logrado superar con éxito su época de niños y de jóvenes; cuando aludo al éxito, me refiero a que hayan aprendido a lidiar con sus pasiones que parecen ser uno de los enemigos del aprendizaje ético.




PROPUESTA PARA UNA INVESTIGACIÓN ÉTICA EN NIÑOS, EN PERSPECTIVA ARISTOTÉLICA

¿Qué tipo de padre sería Aristóteles?

En este aparte, se pretende hacer una elucubración sobre las características de la paternidad de Aristóteles, e incluso hacer supuestos sobre aspectos puntuales de su relación con sus hijos. Este cometido se realiza con el fin de explorar posibilidades al interior del mismo emisor de la estructura filosófica y ética que hemos venido estudiando. En un primer ejercicio se hará un recorrido imaginativo por la paternidad del filósofo en su propio contexto y posteriormente entraremos en la mayor disrupción, al suponer cómo sería Aristóteles en su calidad de padre en la contemporaneidad.

En los dos anteriores capítulos tenemos varios elementos que podríamos utilizar para realizar este cometido. El primero tiene que ver con la mención, si bien sucinta, en la Ética nicomaquea y en la Política que hace Aristóteles sobre el amor que está presente en la relación paterno-filial. Por un asunto meramente procedimental, debo empezar por suponer que el amor de Aristóteles hacia sus hijos es incontrovertible. Independientemente de lo que consideremos que es el amor, y en especial el que existe entre un padre y sus hijos, este sentimiento resulta un fundamento de una relación entre un niño y su padre. No habría razón para pensar que Aristóteles, ni en su contexto ni como ficticiamente queremos analizarlo, como si viviera en la contemporaneidad, fuese un hombre osco en el que el amor no fuese una de las piezas fundamentales de la relación con sus hijos.

Lo anterior no obsta que, tanto en la época propia del filósofo como en la actual, Aristóteles ejerciera, con rigurosidad, una preparación exigente en una propedéutica de la formación de hábitos en sus hijos de edades iniciales y otorgara una decidida guía para la formación de hábitos en el adolescente y en el joven que todavía no ha alcanzado la adultez y que es considerado por el autor incontinente.

En la época griega antigua habría grandes diferencias, eso sí, en la paternidad aristotélica referente a un hijo hombre o a una hija mujer. Las mujeres en ese momento no eran sujetos políticos y no habría sido una prioridad de Aristóteles entregarle las herramientas a una niña para que fuese gestora y responsable de las decisiones públicas y políticas. De lo anterior se pues derivar que Aristóteles seguramente le daría amor a su hija, pero no la prepararía para el emprendimiento de una investigación ética, hacia el camino de la ciencia política, en tanto una niña de esa época estaba destinada a ser un apéndice de su esposo y una madre. No siendo menor el papel de la mujer, las niñas no hubiesen sido de interés del filósofo como destinatarias de sus enseñanzas éticas.

Ahora bien, en la actualidad, Aristóteles habría tenido que aceptar los códigos contemporáneos, en los que, al menos formalmente, tanto las niñas como los niños pueden ser agentes políticos y deben realizar una investigación ética propia, porque las niñas de hoy, a diferencia de las de la época griega, son llamadas, al igual que los niños, a ser sujetos plenos de derechos y obligaciones en los Estados republicanos contemporáneos.

En este orden, pues, vale preguntarse sobre el concepto de absolutismo que aplicaría Aristóteles en la práctica de su paternidad, porque, tal como se mencionó previamente, para el filósofo, el padre ejerce su función con los hijos, que adopta una forma absolutista. Lo anterior, en la coyuntura actual y con sus circunstancias y regulaciones, resultaría inaceptable.

Para guiar este punto específico, resulta útil escuchar la posición de estos comentaristas aristotélicos que sostienen lo siguiente:

Esta –dice Aristóteles– es claramente una ley injusta y estúpida, y no obstante en cierta época pareció adecuada –y para una comunidad atada a la tradición todavía debe ser así–. Mantener inalterable la tradición es entonces impedir el progreso ético. Lo que los seres humanos quieren y buscan no es la conformidad con el pasado, sino el bien. Por ello, nuestros sistemas de leyes deben hacerles posible progresar más allá del pasado, cuando han acordado que el cambio es bueno. (Sin embargo, no deben hacer muy fácil al cambio, ya que no es un asunto simple ver el camino de uno hacia el bien, y frecuentemente la tradición es una guía más segura que la moda actual. (Nussbaum & Sen, 1998, p. 327).

No cabría duda, pues, que, en la actualidad, el mismo Aristóteles consideraría como estúpidas o injustas a las normas morales, culturales o jurídicas en las que se fundamentaba la práctica común de considerar a las mujeres como un apéndice del esposo y, en ese orden, considerar a las niñas como prospectos de ello. De manera semejante consideraría su idea del carácter absolutista que regía la relación entre hijos y padres. En la actualidad hay figuras, como la Patria Potestad, que conceptualizan y viabilizan la autoridad de padres y madres sobre sus hijas e hijos, con todas las restricciones que el ordenamiento jurídico, la democracia constitucional y la cultura contemporánea imponen. 

Si el filósofo viviera en este momento, los derechos humanos, y en especial los derechos del niño, están lejos de ser una moda, aunque en algún momento pudieron ser así considerados. La igualdad formal es ahora un principio y una norma arraigada en buena parte de los sistemas occidentales y sería inaceptable que en la actualidad se diera una formación a las niñas y otra a los niños. Sería inaceptable que, si el filósofo estuviera criando a una niña y a un niño ahora, preparara a esta solo para ser un apéndice de su esposo y a este para ser un ciudadano y tener en sus manos las decisiones sobre los asuntos públicos. Pero, sabiendo que Aristóteles consideraba correcto hacer lo justo, con seguimiento de lo jurídico, el Estagirita de ahora solo podría acatar los dictados de los actuales sistemas y otorgaría una formación rigurosa a sus hijos, hombres y mujeres, en la que en las primeras etapas cultivaría la repetición de ciertos actos, para luego, en la adolescencia, fomentar la creación de hábitos, que serán determinantes para el aprendizaje ético del adulto.

Con lo anterior, creo que no habría razón para pensar que Aristóteles, ni en su contexto ni en el actual, con sus convencimientos intelectuales y según sus textos, llegara a creer que los niños podrían hacer una investigación ética en los términos que él plantea. Por eso el objetivo de este trabajo es encontrar la brecha por la que podamos entrar al sistema aristotélico, para poder plantear desde sus adentros la posibilidad de la investigación ética en la niñez.

Vale decir en este punto que lo último que se quiere en este trabajo es enjuiciar a Aristóteles o a sus enseñanzas y textos. La sabiduría aristotélica era tal en su momento de producción y lo es ahora. No tiene mayor sentido hacer una revisión de los preceptos de Aristóteles, aplicándole los principios y códigos contemporáneos, pues, si se hiciera ese simple ejercicio de contraste de textos, no cabe duda alguna que, en términos contemporáneos, varias estructuras y comentarios de nuestro filósofo podrían resultar insultantes, e incluso ilegales. El esfuerzo que se debe hacer es el de situarse en el contexto de una persona actual, hombre o mujer, niña o niño, para determinar cuáles acciones son correctas y cuáles incorrectas. 

Es en absoluto correcto, objetivamente, en cualquier parte del mundo humano, prestar atención a las características particulares del contexto propio; y la persona que les presta atención y elige de acuerdo con ellas está haciendo, según Aristóteles, la decisión humana correcta, y punto. Si surgiera en algún momento otra situación con las mismas características éticas relevantes, incluyendo las contextuales, la misma decisión será de nuevo absolutamente correcta (Nussbaum & Sen, 1998, p. 337).


Si tenemos en cuenta el anterior comentario de Nussbaum y Sen, sería correcto, desde todo punto de vista que Aristóteles, como padre griego, se preocupara por criar machos que estarían destinados a la gestión de los asuntos públicos y hembras que tendrían la función doméstica de cuidar a sus familias, sin intervenir en las decisiones de las ciudades. Otra sería la posición correcta en los momentos actuales, en los que las mujeres optan por los mismos derechos y capacidades que los hombres y no habría cabida a hacer una crianza diferencial en ese sentido. 

Aristóteles, según lo que escribió y lo que sabemos de él, sería un buen padre de familia en su contexto y en el actual, pero la característica de “bueno” parece ser dictada más por los presupuestos y por el contexto que por el ajuste de sus acciones a una entidad ininteligible que se llame la bondad o algo que se le parezca.

Uno de los elementos contextuales más relevantes para la indagación que se está realizando en este trabajo tiene que ver con la democracia: el tipo de democracia griega y las democracias constitucionales, que son las más comunes en la actualidad. La democracia en este caso se estudiará como parte del contexto, pero también como un objetivo, en el sentido de que, si se llega a considerar como plausible la investigación ética en la infancia, será necesario revisar la posibilidad de una radicalización democrática en la que los niños sean sujetos democráticos directos.  

La democracia como presupuesto

En la Grecia de Aristóteles había democracia y en ella está basada la que conocemos en la actualidad. Las diferencias entre lo que ahora conocemos como democracia y lo de aquella época son palpables. El pueblo que gobernaba en la época griega era un selecto grupo de hombres, sin ninguna mujer, quienes debían responder a ciertas características relacionadas con su cuna, con su desempeño económico y especialmente con la propiedad de la tierra.

En teoría, en las democracias constitucionales contemporáneas, todas las personas somos iguales y tenemos los mismos derechos y obligaciones sin distingos de cuna, de capacidad económica, de lo que han llamado “clases sociales” y tantas otras características humanas. Sin importar si las personas tomamos una u otras decisiones de vida o si provenimos de uno u otro contexto, en los sistemas democráticos contemporáneos se promueve una igualdad formal, la cual incluso llega a cobijar a los niños, quienes, a través de sus cuidadores adultos, ejercen sus derechos y obligaciones, si bien cada vez más los menores de edad pueden ejercer directamente sus derechos y asumir responsabilidades, como lo que ocurre en los sistemas penales adolescentes.

En la democracia griega no había siquiera una grieta a través de la cual se pudiera llegar a plantear el ejercicio directo de esta por parte de los niños, máxime cuando muchos hombres y todas las mujeres no eran aptos para ello. Ello ocurría porque todos ellos eran sujetos inexistentes, irrelevantes, para la conversación democrática. No era factible pensar que una niña, un niño o una mujer pudieran ser escuchados procedimentalmente en un escenario en el que se estuviera discutiendo y decidiendo sobre los asuntos públicos. Como se ha venido planteando a lo largo de este trabajo, los niños -y mucho menos las niñas- no podían desarrollar una investigación ética y, por ende, no podían ejercitarse ni aprender de la ciencia política y así, no eran aptos para ser un sujeto democrático directo.

La democracia es, en últimas, un sistema mediante el cual se estipulan ciertos procedimientos para escuchar al pueblo. No vamos a entrar en la actitud delirante en la que todo el pueblo ejerce la gerencia pública, porque ello es imposible e inviable, pero definitivamente, sí vamos a sostener que un sistema democrático realiza todos los esfuerzos para escuchar las necesidades, deseos, inquietudes, gustos, inclinaciones y cosmovisiones de las personas que componen el sistema. Un sistema democrático se tiene que preocupar por conformar una ciudadanía activa que pueda expresarse en los escenarios de escucha que ha dispuesto esa democracia; y ese mismo sistema se debe preocupar por crear a unas personas que se encarguen de la gestión de lo público, y en especial de tomar las decisiones públicas.

En este último perfil, la Ética nicomaquea centró todos sus esfuerzos. Se enfocó este trabajo filosófico en teorizar y entregar herramientas para que el hombre que hubiera recibido cierta guía en la niñez y en la juventud aprendiera a comportarse correctamente, a través del ejercicio de la virtud para poder tomar las mejores decisiones para su pueblo. 

Si la democracia es un presupuesto para el ejercicio de una investigación ética por parte de niños, incluso desde los principios aristotélicos, la democracia debe permear las relaciones familiares, en especial las paterno y materno-filiales. En la actualidad sería un despropósito considerar que la madre y el padre de un hogar son los reyes o monarcas y tienen facultades ilimitadas en la gestión de sus funciones de madre y padre. La democracia actual, la democracia constitucional, en mayor o menor grado, parte de una concepción profunda de igualdad ante la ley, ante el Estado, ante las decisiones públicas. Si ello es así, las hijas e hijos no pueden ser nada distinto a iguales ante su madre y su padre. Sus derechos son los mismos y no se podría establecer una superioridad basada en la edad o en la institución de la maternidad o de la paternidad, porque, a la luz de las democracias contemporáneas, sería inaceptable.

El germen de todos los descarrilamientos de la democracia ha sido el considerar a unas personas superiores a otras y creer que, debido a su aparente eficiencia, el autoritarismo es la solución para organizar las sociedades. 

Lo anterior, aplicado a las familias, a la relación entre los niños y sus madres y padres, también resulta relevante, en tanto los sistemas democráticos se componen de diversas células familiares que, si respondieran también a unos principios democráticos, la unión de esas familias que podría ser la sociedad tendría en su fundamento la democracia. 

Vale la pena decir que en este punto es necesario considerar la democracia en dos formas de verla. Una institucional y otra más axiológica y práctica. Cuando en este trabajo se ha planteado la posibilidad de que los niños realicen una suerte de investigación ética en los términos aristotélicos y, en ese sentido, puedan ser sujetos democráticos directos, no necesariamente se piensa desde lo institucional, marcado por lo electoral, en el sentido de que los niños pudieran ejercer su derecho al voto. Esa es una parte de la democracia que por cierto ha sido el caballo de batalla de regímenes autoritarios o sistemas injustos, que, amparados en la igualación, más que en la igualdad, fundamentan su ignominia en una formalidad democrática que se deriva de la posibilidad de votar y de que cada voto, tanto el de la prostituta, como el del obrero o el de la empresaria, cuenten como un voto en los escrutinios.

La democracia contemporánea se construye día a día. Y no hablo de la institucional; hablo de algo más profundo, en donde es necesario preguntarse incesantemente ¿a quiénes estamos excluyendo? ¿A quiénes no estamos escuchando? En este orden de ideas, ¿estamos excluyendo a los niños? ¿Estamos dejando de escucharlos? La respuesta es afirmativa. Basándonos en lo que llaman “estudios” y en desarrollos teóricos más o menos caducos, decimos que los niños no tienen la estructura ni las herramientas para participar directamente de una democracia, porque, supuestamente, no logran razonamientos complejos o porque son influenciables. Esto es cierto si, y solo si, se define la complejidad desde el limitado razonamiento adulto y si el carácter de influenciables de los niños difiere en algo del de los adultos que son sometidos a decisiones inimaginables a través del mercadeo y la publicidad, por ejemplo.


Los factores determinantes de la acción moral

A la hora de examinar una situación moral, independientemente de la teoría moral, es preciso tener en cuenta algunos factores clave, como las circunstancias que rodean a dicha situación, lo que determina la razón en esas circunstancias específicas (Ética nicomaquea, I,3, 1094b 14 hasta 1095a 14), las normas, en sentido amplio y no solo jurídico, aplicables a la situación concreta, las consecuencias de una, otra u otra decisión y los motivos que informan la situación.

Ahora bien, en la estructura aristotélica es central tener estos factores en cuenta en cada una de las situaciones que constituyan la acción moral, esto es, en las situaciones susceptibles de escoger lo correcto, de elegir el bien, de optar por la acción que el sujeto considere como el punto medio entre un vicio por exceso y por defecto, aquella decisión que el sujeto moral considere virtuosa.

Vamos a pasar por cada uno de los factores que se mencionaron líneas arriba para lograr una comprensión más profunda y para empezar a apuntalar lo que será el planteamiento central de este trabajo, ya que si la niña o el niño tienen la posibilidad, en su calidad de tales, de evaluar las circunstancias que rodean la acción moral, ello les hará cada vez más aptos para la propia investigación ética aristotélica, independientemente de si Aristóteles estaría de acuerdo en la viabilidad y posibilidad de éxito de tal empresa.

El primer factor determinante de la acción moral que se mencionó arriba fue el que tiene que ver con las circunstancias que rodean la situación. Me refiero específicamente a las de tiempo, modo, lugar, etc., y que responden a las preguntas clásicas: ¿qué?, ¿quién?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿dónde?, ¿por qué?, ¿para qué?, ¿con qué medios? En contexto griego aristotélico es frecuente la comparación que se hace entre dos circunstancias concretas. Una es la de guerra o batalla y otra muy distinta es la de paz o calma. En una situación en la que están en riesgo la vida y la integridad de las personas, así como las de sus familiares y las de sus seres queridos, es plausible, desde el punto de vista moral incurrir en ciertas actitudes violentas, agresivas, que serían un rotundo desacierto moral en una situación de calma alejada de los vejámenes de la guerra. Una madre de familia que, en una situación de guerra, ultima con cuchillo a un agresor de sus hijos es una posible heroína de guerra y está ejecutando una acción moralmente correcta, ello es, inclusive virtuosa desde el punto de vista de la virtud de la valentía. Por el contrario, esa misma madre que ejecute el mismo acto en una situación de paz (real o aparente), en la que esa acción es motivada por una agresión menor o de poco peligro para los niños, debe ser reprochada moralmente y desde todo punto de vista, y en ese sentido el mismo acto en circunstancias distintas puede ser correcto e incorrecto.

Aunque nos desviemos un poco del análisis de los factores de la acción moral, aprovechando que se mencionó una virtud específica como la valentía, se presenta la oportunidad de revisarla para también empezar a armar uno de los argumentos centrales de este trabajo: las virtudes que describe Aristóteles en sus tratados éticos, y en especial en la Ética nicomaquea, son estructuradas, explicadas y ejemplificadas, en buena parte, en un contexto meramente adulto, varonil y de cruenta guerra como la de la época ática. Y no tenía que ser de otra forma: los pensadores como Aristóteles responden a los asuntos cotidianos de su momento y, en el de él, la guerra era parte de la realización del macho, del hombre ateniense que debía asistir a la carnicería de la guerra con una actitud firme y determinada. Esta era la necesidad de ese contexto y nuestro filósofo la atendió desde la teorización del comportamiento de los hombres. Vale la pena notar que esa valentía guerrera, como punto medio entre el vicio por defecto que se llama cobardía o por exceso que se llama temeridad, está muy alejada de la valentía que en la actualidad se necesitaría como parte del catálogo de virtudes que debe tener una persona virtuosa. En efecto, dicha valentía actualizada también es susceptible de ser ejercida por las mujeres, quienes formalmente pueden acceder a las mismas actividades que los hombres. La valentía de las personas citadinas de la actualidad, que son la mayoría de la población mundial, tiene que ver más con ciertas formas de actuar en los escenarios como el trabajo, el estudio, el intercambio social, la asistencia a cultos y actividades comunitarias, entre otras.

Siendo así, y especificando el tipo de valentía que deben practicar o empezar a investigar los niños, no se corresponde contextualmente con la valentía aristotélica, aunque en una definición pura podría hacerlo. Esta definición de la acción virtuosa sería aquella que esté en el punto medio entre la temeridad y la cobardía. En un contexto infantil, pues, la valentía podría ser ejercida en una situación de matoneo infantil, en la que los grupos de niños, al enfrentarse al matoneo, sea como víctimas, victimarios o testigos, tendrán la posibilidad y los mecanismos para actuar, de deliberar si la acción de matoneo se ajusta a lo justo, a lo prudente, si está bien y tendrán la necesidad de tomar la acción de cesarla, defenderse, reprocharla, denunciarla, o tomar las acciones necesarias para enfrentar una situación de ese talante. Desde el punto de vista de una niña o de un niño una situación de este tipo es tan importante como lo era la guerra para un ateniense varón.

Es preciso ahora, cerrar este paréntesis sobre la valentía, para seguir revisando los factores que determinan la acción moral. Continuando con lo que se mencionó al principio del presente acápite, seguimos con lo que determina la razón en las circunstancias específicas. En este punto vale la pena decir que el planteamiento aristotélico para la ética no se diferencia del cuerpo filosófico de este pensador, en el que el comportamiento humano, a través de la razón, debe buscar dominar o alejarse de las pasiones y de los instintos animales para realizar una vida virtuosa. De alguna manera, Aristóteles plantea que la acción moral se subsume dentro de un sistema de razonamiento que debe ser regido por una lógica formal y, de esa manera, el hombre que logre ejercer un razonamiento válido dentro de su discurrir moral, logrará actuar de manera correcta. Se podría matizar mi anterior afirmación sosteniendo que ese razonamiento debe versar sobre las razones para actuar, es decir si el agente moral encuentra buenas razones que justifiquen la acción emprendida. Esta es una de las principales talanqueras para que Aristóteles pudiera considerar la posibilidad de que los niños fueren oyentes idóneos de sus lecciones de ética. El programa ético aristotélico estaba diseñado para ser abordado por adultos, por hombres preparados que tuvieran la posibilidad de aprehender conceptos y de realizar operaciones lógicas dentro de un sistema determinado, que puede diferir al que se aplica en los razonamientos asombrosos que pueden realizar una niña o un niño; estos últimos, pese a no ser válidos formalmente desde la lógica, pueden ser correctos y representar grandes retos para la limitada lógica adulta. En otras palabras, si bien los razonamientos de los niños pueden contener errores desde el punto de vista de la lógica formal, ellos podrían estar en capacidad de dar buenas razones.

 En este orden de ideas, pues, lo que determina la razón en una lógica adulta que puede ser exegéticamente una lógica formal, es dramáticamente diferente a lo que determina la razón en una niña o en un niño y, por ello, las formas de deliberación, de elección y de acción, pueden ser tremendamente diferentes, sin que ello implique que unas u otras sean mejores o más acertadas desde lo moral.

Aristóteles veía a los niños como un adulto en potencia, no como unos seres realizados. Esto ocurrió, posiblemente, porque Aristóteles tenía en mente a los hombres como servidores y gestores de la ciudad, el Estado, que para él era una de las causas más nobles. Los niños no podían ser aportantes idóneos a dicha causa porque los manejos públicos se gestionan en un idioma, por decirlo de alguna manera, adulto, en el que los niños no tenían cabida. Ante las imposibilidades comunicativas entre niños y adultos, nuestro filósofo optó por excluirlos de la posibilidad de hacer investigación ética y, por ende, de participar en la democracia. En este punto es importante insistir que esa participación democrática no tiene que ser a través del voto o del ejercicio de cargos de elección popular, la inclusión democrática tiene que ver con la necesidad de reconocer la otredad de los niños e incorporarla al sistema democrático de la manera más amorosa con ellos y con los mismos adultos, a través de herramientas como la que trabajaré en el siguiente acápite: la imaginación moral.

Volviendo al comienzo de este acápite, en los factores que fueron mencionados como determinantes de la acción moral, también aparecen las normas. Una concepción amplia de la normatividad es necesaria para analizar este punto. No cabe duda de que las normas que determinan la acción moral se encuentran en los cuerpos normativos institucionales, estatales: en las constituciones, las leyes, los decretos y demás normativas jurídicas. Pero no es menos cierto que esas reglas jurídicas son solo una parte del inmenso cuerpo normativo que puede determinar la acción moral. Las culturas y la moral colectiva también están llenas de normas que determinan el comportamiento humano. En la perspectiva aristotélica, todas estas normas -tanto las legales como las culturales y morales- son reglas que le ponen un derrotero a la acción moral y que conforman el contexto y las situaciones específicas que, en la lógica aristotélica, son claves para realizar una deliberación, una elección y una acción que sea correcta en específico y concreto.

Ahora bien, no cabría duda de que los niños tienen la suficiente sensibilidad para ajustar su comportamiento a las normas que son impuestas por el entorno. Obviamente no estoy sosteniendo que, en todos los casos y mucho menos en la primera infancia, los infantes tengan la capacidad conceptual y argumentativa de conocer la formulación de la norma y de subsumir su actuar a lo reglamentado por ella. Sin embargo, a través de los mecanismos para conocer el contexto, los niños, sea por imitación, sea porque no encuentran otra forma de actuar, también son funcionales a ciertos esquemas normativos. En este caso estoy hablando de los más básicos, por ejemplo, los que tienen que ver con la protección de la vida y de la integridad. No existe una niña o un niño que ignoren que, en los juegos y bromas, uno de los límites es no sacarle sangre al otro. Si sale sangre en una situación infantil, todos paran y reflexionan o avisan a un adulto. Desde las formas de ser y de hacer de los niños, la existencia de normas modela su comportamiento, no de forma adulta sino de forma infantil.

Volviendo sobre los factores que se mencionaban al comienzo del presente apartado, uno que no se ha desarrollado aún es el de las consecuencias que podría causar una u otra decisión, al momento de enfrentarnos a la acción moral. Como lo he planteado incansablemente, la acción moral en un esquema aristotélico está antecedida por una deliberación, una elección y luego se activa dicha acción. Posteriormente a la acción, llegan las consecuencias causadas por ella. No podría un sujeto abstraerse de examinar las consecuencias de las diferentes formas de actuar que pueden presentarse en una situación concreta. En el análisis de las consecuencias se puede empezar a tejer lo que será tratado en el próximo y último acápite de este trabajo: la imaginación moral. La imaginación moral se encarga del futuro, se encarga de los efectos que pueden ser causados por una u otra decisión. En este orden de ideas, la acción moral se ve informada por una evaluación de las consecuencias que podría determinar una u otra decisión. Los niños, por su parte, tienen toda la posibilidad de ejercer este análisis sobre el futuro y sobre los efectos de tomar decisiones. Claramente no lo hacen como lo podemos hacer los adultos, con razonamientos más o menos formales y con elucubraciones que nos pueden parecer complejas, pero lo hacen a su forma, con las herramientas de la infancia.

Finalmente, en este paso por los factores que determinan la acción moral, vale considerar las motivaciones que informan la situación concreta. Este análisis es fascinante porque si se revisan todos los anteriores factores y la acción parece correcta en lo moral, pero su motivación es ruin, la acción será automáticamente etiquetada como incorrecta, como moralmente inaceptable. Desde una perspectiva aristotélica, una acción no puede ser virtuosa si no la inspira un motivo noble. En este orden, es fundamental el examen de los motivos de la acción desde una perspectiva aristotélica, y no habría un argumento válido para afirmar que los niños fuesen incapaces de dar cuenta de los motivos por los que actúan. Es posible que para los adultos no sean fácilmente comprensibles, pero no por ello se podría colegir que sus motivos son ilegítimos o mal logrados.

Para terminar este paso por los factores que determinan la acción moral es importante resaltar la complejidad que constituye el razonamiento moral, porque no es tan sencillo como lo puede ser el razonamiento gramatical, por ejemplo, en el que las opciones resultan finitas. En la acción moral pareciera que los determinantes son diversos y múltiples y dentro de cada uno de ellos hay una gama infinita que debe ser acotada para cada una de las situaciones concretas en las que el sujeto ético deba elegir y actuar. 

Una perspectiva narrativa para la educación moral (imaginación moral)

Lo primero que se desea dejar claro en este espacio de cierre del presente trabajo es que, en la jerga aristotélica, no se encuentra un concepto como la imaginación moral o una herramienta como las formas narrativas para desarrollar la educación moral en los niños. Sin embargo, una perspectiva moral aristotélica pide imaginación y pide narrativa, porque gracias a ellas es posible navegar por la deliberación y así pasar por el conjunto de determinantes de la acción moral, tales como los que vimos en el anterior acápite, pero sin ser exclusivos.

Haciendo un simple ejercicio etimológico, la imaginación es la capacidad de crear imágenes. ¿Tiene alguien en mayor medida que los niños esa capacidad a flor de piel? Para ejercer esa imaginación moral es preciso aprender a ver las situaciones en conjunto, a elucubrar sobre escenarios. Esto lo podemos hacer los adultos y también -y con un sistema diseñado para ello- los niños, con resultados que pueden ser diversos entre unos y otros, debido a sus diferentes formas de razonar, de ser y de hacer. Esa diferencia en los resultados de la elección moral es la que debe abrazar una democracia incluyente que quiera considerar como legítima y representativa la otredad de los niños. No se trata solo de hacer un día para que los niños se sienten en las curules junto a los legisladores o los concejales y se vean minúsculos en sus flamantes sillas. Eso es un mero juego de roles en el que toman los papeles de los adultos. La democracia debe prepararse y disponerse a escuchar a los niños, de forma directa y no a través de la voz de sus progenitores. Si la democracia es realmente incluyente se dispondrá a buscar los caminos metodológicos para ejercer una verdadera escucha de lo que tienen que decir, callar, denunciar y exigir nuestros niños.

Ahora bien, la gran pregunta para asumir la complejidad de escuchar a los niños tiene que ver con el vehículo para hacerlo. El primero que se debe explorar es la narración. Las técnicas narrativas acordes con los niños no son mecanismos complejos de literatura para adultos, sino aquellas que los niños pueden poner en operación por ellos mismos sin gran injerencia de los adultos. Esto no quiere decir que los adultos debamos apartarnos completamente del proceso, pero es fundamental que hagamos un esfuerzo ingente para que los niños empiecen a experimentar con la independencia y con cierta autosuficiencia. Estas últimas constituyen una de las razones de ser del proceso de investigación ética de los niños, en tanto, solo una vez sea encontrada la no dependencia es que será posible continuar con una exitosa indagación moral en la adultez.

En este sentido podemos tomar las palabras de autores que han explorado la materia: 

un profesor que comience a asumir la responsabilidad de crear, de forma activa, ambientes de apoyo que les permitan a los propios niños y jóvenes construir un sentido de respeto de sí y del autocontrol es alguien que está dando el paso más esencial hacia un compromiso efectivo con la educación moral de sus alumnos (Lipman & Sharp, 1980,, p.166).


Pese a que las palabras de Sharp y Lipman están enfocadas hacia el comportamiento y el quehacer de los adultos, maestras y maestros dentro del aula de clases, sirven como guía para enfrentar el procedimiento de abrazar a la niñez como posibles sujetos de una investigación moral y, por ende, como sujetos democráticos de primera línea y no de segunda, como han sido siempre tratados. 

Lo primero que se puede resaltar sobre el aparte citado de los mencionados filósofos para niños, tiene que ver con el prerrequisito de la responsabilidad que tiene y que debe asumir el adulto que pretenda adentrarse en la nada fácil tarea de acoger a los niños en un trato más igualitario y decente.

En este orden de ideas, es plausible considerar que el camino que se escoja debe tener como finalidad el respeto propio, que redunda en el respeto por los otros y en el autocontrol. Este último concepto (sobre el control de ellos mismos) se puede emparejar fácilmente con la columna vertebral aristotélica que propugna la necesidad de controlar los dictados del cuerpo, de las emociones, de cierta animalidad. No resulta menor que autores contemporáneos sigan acudiendo a la misma problemática aristotélica de la lucha de la razón contra lo corporal e irracional. 

Dentro de este esquema, pues, debe quedar claro que los niños necesitan empezar un proceso similar al que Aristóteles ilustraba con el arquero y el blanco: los niños deben empezar desde la más tierna edad a disparar al blanco, a probar a equivocarse, no como propedéutica o preparación de la investigación ética del adulto, sino como una investigación ética propia que tiene toda la relevancia moral en sí misma. Considerar a los niños como personas grandes no realizadas es al menos irrespetuoso, y considerar su proceso de aprendizaje moral como prerrequisito para la adultez resulta argumento suficiente para defender que son personas de segunda categoría y no de primera, como decimos ser los adultos.

De este modo, no nos puede caber duda de que los niños pueden desarrollar su imaginación moral, pero resulta necesario que ella sea activada a través de algunas herramientas idóneas, como podría ser el desarrollo de razonamiento lógico y de pensamiento crítico, que también es abordado por los mencionados filósofos contemporáneos de la siguiente manera: 

El maestro puede comenzar por ayudarles a sus alumnos a desarrollar hábitos de pensamiento lógico y crítico; por estimularlos para que se involucren en un diálogo filosófico en donde puedan discutir sus opiniones y sentimientos con otros y, al mismo tiempo, aprender sobre y de los valores y puntos de vista de otras personas; y por ofrecerles la oportunidad de que se comprometan en una investigación, a la vez individual y colaborativa, en donde puedan apreciar los valores de la objetividad, la imparcialidad y la comprehensividad, valores que son intrínsecos a la empresa filosófica (Lipman & Sharp, 1980, p.181).

Resulta fascinante cómo Sharp y Lipman consideran la sencillez de un diálogo filosófico sin reparar en los protagonistas de este, teniendo en cuenta más el objeto de este diálogo como criterio para considerarlo filosófico. Para ellos un diálogo de filosofía es aquel en el que se puede debatir sobre opiniones, sentimientos, puntos de vista y valores propios y ajenos. Esa es la concepción filosófica de la cual es preciso partir para involucrar a los niños en la creación de la filosofía y en una investigación ética que les permita ser sujetos democráticos directos.

Nuevamente se insiste en que esa calidad de sujetos democráticos directos no busca que los niños acudan a las urnas a elegir a los gobernantes y a los legisladores. En primera instancia, no solo el aspecto electoral constituye la democracia.  En segunda instancia, la inclusión democrática que debería propugnarse es aquella en la que los niños sean incluidos como ciudadanos realizados, como ciudadanos completos de los estados democráticos y, en ese orden, la institucionalidad tendría que diseñar los mecanismos y escenarios para escuchar a los niños y para considerarlos como parte del Pueblo Soberano que toma las decisiones, a través de los más diversos mecanismos democráticos.

Para lograr este cometido, los adultos -y en especial los cuidadores y maestros de los niños- tenemos que avocarlos a abordar, de la manera más creativa, lo que Lipman y Sharp llaman “los valores de la comprehensividad, la objetividad y la imparcialidad”. Estos tres valores, en términos aristotélicos, se pueden resumir en algunas virtudes como la justicia y la prudencia, si bien están presentes algunas otras varias.

En este orden de ideas, todas las virtudes aristotélicas pueden ser experimentadas y abordadas por los niños, pero en la medida de su contexto, de sus posibilidades y de sus necesidades. Resulta crítico preguntarnos para qué un niño debería desarrollar a su edad, magnificencia. Un niño no tiene que usar las riquezas y menos aún en grandes proporciones ni en eventos públicos. Él puede ejercitarse en la generosidad, en aprender a ser un anfitrión amable y receptivo, en preocuparse por los momentos difíciles de los demás. Estas actitudes en sí mismas son virtuosas, forman parte de una investigación ética y, gracias a ellas, los niños pueden ser aptos para ser tenidos en cuenta como sujetos democráticos directos a través de los creativos dispositivos que sean diseñados para que los adultos los escuchemos y respetemos rigurosamente su otredad y su existencia realizada.

En el siguiente pasaje se puede empezar a comprender y a formar una creatividad para acoger y escuchar a los niños sin que tengan que hablar lo que se podría llamar un “idioma adulto”: 

Ante todo tienen, por así decir, una gramática de su edad, cuya sintaxis posee reglas más generales que la nuestra, y si se le presta atención, quedaríamos pasmados de la exactitud con la que siguen ciertas analogías, muy viciadas, si se quiere, pero muy regulares, y que solo chocan porque su dureza o el uso no las admiten (Rousseau, 2017, p. 100-101).


Queda claro, gracias a la última cita, que los niños hablan, se puede decir, en otro idioma, en otros códigos que, si los adultos quisiéramos aprovechar para nuestra mejor suerte y la de nuestros menores, tendríamos que aprender y desarrollar la sensibilidad para traducir sus planteamientos, para interpretar sus mundos, para acoger sus fantasías. De lo contrario los seguiremos sentenciando a una valía secundaria y a seguir siendo ciudadanos de segunda.


CIERRE

Asombroso me resulta estar cerrando este proceso. Por primera vez me entregué a la Academia. Me había rehusado con más malas que buenas razones, pero eran las únicas que tenía en esos momentos. Leer a Aristóteles con los lentes de una pregunta insistente me hace recordar mi obstinación en la niñez (y ahora), la de mi hijo Cristóbal, la del Principito y la de todas las niñas y todos los niños, cuando tenemos una pregunta no absuelta. Un niño de Les Luthiers preguntó “¿Y por qué La Gallinita dijo eureka?” hasta sacar de quicio a su interlocutor adulto, quien no tuvo más que deshacer la ilusión con esta respuesta: “no, nene, no, las gallinitas no hablan” (1981, 3). Puedo afirmar que en este trabajo le pregunté sin parar al texto de Aristóteles ¿por qué los niños no pueden ser sujetos éticos, por qué no pueden hacer cierta investigación ética?

La respuesta de esos textos está expuesta en algunas de las líneas de los tres anteriores capítulos, pero cada vez subía mi tono, como los niños, e insistía: ¿por qué los niños no pueden ser sujetos éticos, por qué no pueden hacer cierta investigación ética? No cabe duda de que tuve la tentación de descalificar las respuestas de Aristóteles, pero rápidamente recordaba que el contexto de la Grecia antigua era tan diferente al actual, que sería una tarea que implicaría comparar lo incomparable. Fue preciso ir matizando la pregunta, con las respuestas que podía extraer de mi lectura. Definitivamente la investigación de la Ética nicomaquea no podría ser la que hiciera un niño de la época aristotélica, o uno contemporáneo. Quedó suficientemente claro que la investigación ética por la que se propugna en este escrito es aquella que sea adecuada y afín con la infancia, sin que ello obste para que sea legítima y valiosa en sí misma como ejercicio de reflexión moral.

Ahora bien, la relación de lo anterior con el ejercicio democrático, que también surgió como nueva pregunta insistente, se terminó por convertir en la razón de ser de este Trabajo de Grado. Si llegáramos a acordar que los niños son sujetos éticos, debemos optar por una inclusión radical de ellos en la democracia. Ya será trabajo de la política hacerlo de la forma más amorosa y bienintencionada.

No hay, pues, otra posibilidad distinta que explicar en términos acordes a la infancia, las razones, motivos y justificaciones por los cuales la “gallinita dijo eureka” y asumir la responsabilidad política de que los niños son sujetos éticos y que pueden hacer cierta investigación ética que los convierta en sujetos democráticos directos. Sin más, este es el reto. 

  

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