domingo, 19 de septiembre de 2021

Dios no es un macho

Más de 15 años atrás y ante una necesidad que marcaba la diferencia entre vivir o morir, empecé a frecuentar una terapia de grupo en la que se insiste con vehemencia y fiel convencimiento, que es necesario creer en un poder superior, como cada quien lo conciba. Mi relación con la divinidad fue pacífica al comienzo de mi existencia, porque solo se me ocurría que dios era el que me enseñaban en la clase de religión y en la capilla del colegio laico al que asistí, el que se adoraba en la misa de la iglesia de las instalaciones militares del Cantón Norte de Bogotá, el que recibí con la primera ostia consagrada a los nueve años y el que mi papá y mamá mencionaban con la reverencia propia de quienes repetían con poca disposición crítica, lo que sus antepasados más rezanderos les habían trasmitido por las buenas o por las malas.


A los trece años, por la misma época en que conocí algunos placeres que todavía no eran del todo adecuados para mi reciente infancia, empecé a alejarme de ese dios y me quedé sin uno, rápidamente. Llegué al punto que me sugirieron las lecturas de Fernando Vallejo en las que era usual considerar a dios en un grado de miserableza digno de merecer los peores insultos.


Posteriormente, a los 26 años, en el momento que mencioné al comienzo de este relato, intenté que mi poder superior fuera ese que había conocido en la infancia pero no funcionó. Intenté por el lado católico y hasta le di una oportunidad al cristianismo de grupo de oración, pero rápidamente desistí. Era evidente que mi desconexión de Jesucristo y de las narrativas que lo rodean, no iba a lograr que mi divinidad pudiera ser resuelta por ese lado. Sin embargo me tocaba construir un poder superior y por muchos años lo intenté desde una versión propia, autoconstruida, que tenía muchos parecidos con el dios católico, empezando porque era macho, como lo son las deidades principales de las religiones que conozco.


Además de ser evidentemente macho, dios me servía para pedirle cosas tan absurdas como un mejor trabajo, un carro o el poder y el dinero que creía que merecía. Ese esquema tampoco funcionó y después de algunos años llegó mi revelación. En una de las sesiones de esas terapias de grupo que me salvaron la vida y después de asistir por algo más de diez años, una mujer hizo una reflexión que me cambió para siempre. Esta subversiva religiosa reflexionó en voz alta sobre su relación con cierto dios que no es hombre y que ella había ido creando con las características que más le convenían. En su compartir, dejaba claro que no podía aceptar que dios fuera un hombre. Ello me dio las bases para empezar a construir una idea de divinidad que se ajustara a mis necesidades y a mis creencias.


Hubiera sido muy tonto diseñar una deidad femenina o no binaria y por el contrario conceptualicé un poder superior con el cual no podía tener una relación en términos humanos. No había posibilidades de conversar o negociar con ese nuevo ser (o no ser). Mi nuevo poder superior no atendía a una descripción colonialista, heteronormativa y hegemónica con cara de italiano de ojos azules, rodeado de ambientes vaporosos. Sencillamente no era nada, era mi poder superior pero no era algo susceptible de ser narrado, de ser discutido y definitivamente no tenía sexo, ni cuerpo, ni atendía a una referencia existente. Simplemente era superior a mi y en algunas ocasiones me arrodillaba ante eso, para recordar que había algo superior a mí, que ostentaba un poder inenarrable.


Este nuevo esquema me funcionó por varios años pero volvieron las dudas. Me cansé de la conversación espiritual en la que hay algo en el ser humano que es diferente al cuerpo, a las emociones y al pensamiento que es lo referente al espíritu. En este esquema parece necesario que existan conceptos como el alma que es una parte con ciertas características misteriosas, mágicas e intangibles. Pues no quise creer más en eso, incluso dejé de creer que el cuerpo, las emociones y el pensamiento vayan en compartimientos separados. Ahora concibo el proceso humano, incluyendo esas dimensiones y a las incomprensibles o inefables, como uno solo que puede ser explicado con recursos que no pasan de ser una opción metodológica plausible. En mi opinión es más como un sancocho o una maraña que un diagrama.


En este orden, lo más parecido a la divinidad en mi actual cosmogonía es lo que no se puede explicar, lo incomprensible, lo misterioso que, por cierto es la mayor parte de mi existencia en la que mi ignorancia es solo una partícula minúscula de lo que no podría ser explicado, si quiera, por la mayor sabiduría. Se podría decir que mi poder superior haya una primera forma en la ignorancia.


Sobre estos temas de las divinidades es muy poco lo que alguien puede afirmar. Sin embargo, puedo sostener sin dudas y con la tranquilidad de no estar equivocado que, aunque ahora creo que no existe, dios no es un macho.


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