Decidir
si tomo bus o taxi y si le compro seguro de educación universitaria o no a mi
hijo, por poner dos ejemplos, parecen ser harina del mismo costal, las
decisiones, y pueden serlo aunque en el primer escenario no tengo que ir tan
hondo, es algo más cotidiano, pero cuando pienso en la posibilidad de que a mi
hijo le de por estudiar medicina en Los Andes, me entra como un miedito
chistoso y empiezo a analizar si debo pagar desde ya la educación que ha de
recibir mi hijo dentro de casi cuatro lustros.
Hay
varios puntos de vista que oscilan en un péndulo cuando me veo avocado a tomar
decisiones trascendentales.
Uno
de los extremos parece ser el total control del proceso humano, la total
seguridad, la no tolerancia a la incomodidad, a la incertidumbre, al dolor.
En
ese mismo lado podría estar el racionalismo más exagerado, la ridiculización de
la fe y la confianza hasta hacerlos ver como un embeleco supersticioso.
En
el otro extremo logro percibir una concepción que, de alguna manera, despotrica
sobre la planeación, sobre la comodidad, que prefiere dejar todos los
resultados a los designios naturales y que puede llegar a parecerse a la
irresponsabilidad, aunque otros dirían que es una especie de confianza
admirable en el Universo.
Ni
si quiera sueño con saber en qué parte del péndulo me voy a parar en cada
ocasión que tenga que tomar grandes determinaciones aunque estoy convencido que
oscilaré con el péndulo porque una posición predecible me haría daño y sería
aburrido. La auto contradicción es una fuente inagotable de gozo.
Me divierte
pensar que me de por comprarle el bendito seguro de educación a mi hijo y él
decida ser un maravilloso carpintero del SENA. Me emociona sobre manera que sea
carpintero, estilista, físico, financiero o hasta abogado o político, pero si
su opción fuera la primera, mi planeación quedaría en un intento fallido por
controlar el futuro y en una enseñanza gigante sobre la confianza.
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