El
mes pasado, en Maui, en medio de cierto ritual solitario que aprendí de los
hawaianos, le pedí perdón con todo lo que tengo a las mujeres, a mi Mamá, a mi
Esposa, a mis hermanas, a mis amigas, a todas las mujeres y, sin saberlo, le
estaba pidiendo perdón a Natalia Ponce de León.
Cuando
me enteré de lo sucedido la semana pasada empecé a registrar las reacciones,
los chismes, las iniciativas solidarias y la rabia colectiva. También entendí
que la indignación y lo execrable de este crimen han causado deseos de
violencia contra los directamente responsables pero en vez de clamar castigos
medievales u ofender a los victimarios, empecé a preguntarme sobre mi
responsabilidad en este horroroso delito.
Inmediatamente
llegó una parte de mi Sistema que me decía que estaba loco, que yo no tenía
nada que ver con lo ocurrido y ello es cierto desde el punto de vista jurídico
pero los cerca de seiscientos casos de ataques con ácido contra mujeres, que se
han denunciado en Colombia en los últimos diez años son, desde mi punto de
vista, culpa de todas las colombianas y todos los colombianos. Yo soy uno de
ellos y pido perdón con toda la humildad que me sea concedida.
Y
para ir más lejos, la aborrecible violencia contra las mujeres en nuestra
sexagenaria guerra colombiana, las horrendas violaciones y atentados contra
mujeres en India, el trato cosificante que le dan los musulmanes a sus mujeres
y quien sabe cuantas más agresiones en contra de ellas al rededor del Mundo,
son causados por acciones, omisiones o tolerancias cómplices de toda la
humanidad y cada cual puede asumir su responsabilidad para, además de pedir
perdón, actuar y crear un mundo en el que las mujeres y los hombres podamos
vivir amorosamente en compañía de los animales, de las plantas, de las piedras
y de todo lo que nos rodea.
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